
“Merezco más…”, dice o se dice uno, muy cómodo en papel de juez y parte, ya sea porque nada recibió o por no recibir lo suficiente. Y porque siempre es fácil confundir lo que anhelas con lo que necesitas, y lo que necesitas con lo que te mereces. Una vez consumadas ambas operaciones, todo lo que has querido y no obtenido se transforma en asunto de dignidad, y en tanto ello resabio de injusticia. Vamos, si en este mundo reinara la justicia –es decir, la que a mí me acomoda– tendría yo que estar escribiendo estas líneas desde Bora Bora.
“¿Crees que no te mereces unos Ferragamo?”, me dijo alguna vez un vendedor, apuntando directo a mis complejos. Mismos que oficialmente jamás han existido, así que más tardé en acusar la afrenta que en hacerme escudar por la soberbia, que es la mejor aliada de los acomplejados. O sea que de milagro no me compré dos pares. Esa noche, en la boda donde estrené el calzado copetudo, hube de atravesar unos amplios jardines, donde me tropecé con un irrigador que le arrancó un filete al zapato derecho y me dejó con pinta de pordiosero. Cuarenta días antes de que llegara el estado de cuenta. ¿Pero no era verdad que me lo merecía, por mamón?
La convicción tramposa de merecer lo bueno y no lo malo es la piedra angular de la soberbia. Arbitraria, falaz y corruptora, la soberbia comienza por hacerla de árbitro e hincha de tus presuntos méritos. Pues nada hay tan sencillo y deleitoso como hallarse a uno mismo merecedor de cantidad de premios. Mereces el amor, la alegría, la riqueza, de ser posible sin la menor tardanza. Mereces el empleo, la salud, los negocios, los viajes, el carrazo, la casa, la otra casa, y ya entrados en gastos la excentricidad. Mereces el respeto –si no la admiración, y mejor todavía: la envidia– de cada uno de tus semejantes, todos ellos con méritos claramente menores que los tuyos. Dejarse engatuzar por la soberbia es merecerlo todo y aún quedarse debiendo.
Descendiente directa de la falsa humildad, no espera la soberbia a enriquecerse para manifestarse. Al contrario, comienza por envanecerse de tener menos de lo que merece. Le asiste, por lo tanto, una razón moral que azuza su menguada dignidad y eleva la estatura de su orgullo. ¿Y de qué está orgullosa la soberbia moral, si no de esa humildad de pacotilla que cacarea a modo de virtud? Hay que ver los chispazos que saltan por los aires siempre que la modestia hace corto circuito con la jactancia. “Soy el primero en reconocer”, nos confiesa el soberbio, con la mano en el tórax, “que nunca me ha gustado competir.”
No es la humildad, sino la realidad, el legítimo antípoda de la soberbia. De ahí que los soberbios vivan para ocultar el hueco existencial de quien se halla repleto no más que de sí mismo y sus mentiras. Detestan, pues, la ciencia con el mismo fervor que abrazan la ignorancia. Huyen, como los beatos, de las dudas, y cuando las escuchan se dicen agredidos, puesto que sus creencias son las verdaderas y sus palabras son irrebatibles y la prueba es que no hacen falta pruebas.
Avanza la soberbia por el mundo con sus méritos falsos por delante, como un conquistador a quien preceden cohortes infinitas de fantasmas. Ocupados apenas en mirarse al espejo y juzgarse mejores que su prójimo en pleno, los soberbios de hoy tienen tiempo de sobra para repartir méritos y deméritos, según le siente a su buena conciencia. “¿Me merezco el infierno?”, se preguntan los niños, y lo cierto es que entonces, tanto como después, a nadie más le importa lo que uno se merezca, y menos lo que crea merecer. Ahora, si me preguntan, diré que la soberbia como tal no merece otra cosa que un desprecio infinito. Y volveré a caer, irremediablemente.