Acabamos de brincar sobre los días patrios (15 y 16 de septiembre), al decir de Luis González de Alba y otros tantos, los más populares, los de mayor convocatoria en el país. Ni fiestas religiosas, encabezadas por la Guadalupana, cívicas (las otras marcadas por el calendario oficial, incluido el 20 de noviembre), espectáculos deportivos o artísticos son capaces de despertar tal solidaridad, y de expresar con igual intensidad un sentimiento semejante de unidad, comunidad e identidad.
De entre las muchas razones que pueden más o menos explicar este fenómeno está la existencia de una historia oficial, que al cabo del tiempo termina por convertirse en el credo nacional que será reforzado, recordado y reproducido en cuanta oportunidad se pueda, no sólo por el aparato ideológico del Estado, sino por instancias como la familia, y en épocas de bonanza y buena relaciones, hasta por la Iglesia.
Otra de las variables centrales en la consolidación del espíritu patrio o de plano en el ánimo nacionalista si se quiere, lo es el arte en cualquiera de sus manifestaciones: literatura, música, arquitectura, pintura, escultura, fotografía, danza, etcétera. Aunque quizás debiéramos hacer la aclaración de que la producción simbólica con carácter nacionalista fue una de las palancas que con mayor frecuencia y éxito emplearon los estados hasta mediados del siglo XX, pero que de ese momento a nuestros días tal vía ha venido secándose, hasta prácticamente desaparecer por completo.
Antes de intentar explicar esta situación, bien valdría aclarar qué es lo que debemos entender por arte nacionalista, pues abarca una amplia y variada extensión de ejemplos, algunos de los cuales difícilmente son pensados de tal manera, lo mismo podríamos decir de sus resultados, pues no son lo mismo los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional que las horribles pinturas que produce el Estudio Mansudae de Pyongyang, Corea del Norte. Igual de nacionalistas son las pinturas de Thomas Harth Benton, las de Andrew Wyeth o Edward Hopper, que las de José Clemente Orozco, Raúl Anguiano o María Izquierdo. También son nacionalistas las fotografías de Lola y don Manuel Álvarez Bravo y las de Ansel Adams o Walker Evans. Tampoco se aparecen en un tiempo específico o en un ambiente proclive, pienso en las pinturas de Leandro Izaguirre o José Obregón, como también en los fabulosos paisajes de los norteamericanos Albert Bierstadt o Frederic Church. Así pues, el núcleo de la definición del arte nacionalista está formado por todos aquellos productos simbólicos que celebran o ponderan lo mismo algún pasaje de su historia (personaje o acontecimiento) que de su entorno natural. Su producción no es simplemente testimonial sino, como ya se dijo, se produce con la intención de provocar sentimientos positivos hacia aquello que se muestra, nada diferente a lo que la pintura religiosa ha o había hecho durante siglos.
El desprestigio del arte nacionalista pasa, me parece, por dos vías diferentes. La primera por su asociación con una de las polémicas más agrias y absurdas del arte moderno, en nuestro país escenificada por las diatribas entre Rivera y Tamayo, entre la Escuela Mexicana de Pintura y La Ruptura (independientemente de otros intereses, lo cierto es que en su momento, por lo menos para la opinión pública lo que se discutía era si el arte debía tener un contenido ideológico-político o debía ser la forma pura, ser su propio contenido). La segunda vía que lleva directo al abandono y repudio del arte nacionalista, fue no tanto la estrecha asociación entre el Estado y los productores, sino que el Estado quisiera apropiarse del proceso de creación e imponer un programa de trabajo, dictar ellos, el Estado, y no la conciencia, solidaridad, compromiso o ideología de los productores, los temas a plasmar.
Por si no hubiera sido suficiente explicación del declive del arte nacionalista lo que se acaba de apuntar, entonces sumémosle el desprestigio que se ha ganado el Estado mismo. Difícilmente un productor contemporáneo estaría dispuesto a trabajar con la historia oficial reciente; por el contrario, cuando aparece algo que se pueda considerar como socialmente responsable o crítico, su contenido es más bien antioficialista, razón misma por lo que tampoco puede ser tomado por un nuevo discurso nacionalista.
Creo en la necesidad de un arte nacionalista antes de que se nos olvide qué es México, pero primero debemos definir el país en el que queremos vivir, pero esta es labor de los productores, no del arte.
xavier.moyssenl@udem.edu
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