“Saturday nights in neon lights
Sunday in the cell
Pills enough to make me feel ill
Cash enough to make me well
Take me, take me to the riot
and let me stay…”
Stars
Si nunca has tenido sexo en el baño de un Sanborns o te ha tocado estar en medio de disturbio en un concierto de música de cualquier género, la verdad es que te has perdido de bastante y has desperdiciado tu tiempo como cualquier panista de clóset que se viene de volada.
Mis primeros disturbios fueron todos en toquines de punk a principios de los noventa. En una cancha de basquetbol cerca de las vías del tren a Cuernavaca en la parte alta del cerro del Ajusco. Los madrazos empezaron al parecer por una pandilla rival. Creo que uno de los cantantes le había robado a la novia o algo así. Más de una caguama se estrelló en la cabeza del público aquel sábado. La presentación de la banda de industrial Front 442 en el Ángela Peralta no fue precisamente un disturbio y a pesar de ello la segunda fecha fue cancelada, pues las señoras copetonas de Polanco querían protegernos, según esto, de nuestros propios chingadazos del slam que a sus ojos interpretaron como un motín de autolesiones. Han habido disturbios considerados clásicos chilangos. El portazo de Bauhaus, encabezando la lista con la banda gótica tumbando la puerta del Cine Ópera, al usar un trompo de tacos al pastor como ariete táctico. En lo personal tengo dos muy presentes: 2 Minutos en La Diabla y los Dead Kennedys en El Rayo. Ambos cancelados por la furia punk antes que los acordes invocaran el debido moshpit. Especialmente el de los Dead Kennedys fue un delirio carente de lógica o responsabilidad cívica. Ni siquiera recuerdo el motivo que provocó el pequeño tornado humano. De pronto el Francisco Cullen y yo nos encontrábamos en medio de una marea de saltos, empujones y un nihilismo que se contagiaba como descarga eléctrica. De esas que te provocaban calambres cuando cambiabas el foco de un soquete en mal estado. Unos familiares del Cullen le habían regalado un par Sangre de Toro traído desde España y como no teníamos mucho dinero, metimos las botellas en una mochila. Nos la fuimos bebiendo en el camino para llegar alcoholizados y pasarla con una o dos cervezas. Queríamos ponernos a salvo, pero por alguna razón nos quedamos un par de minutos hasta la madre de vino tinto y unas inexplicables ganas de destruirlo todo. Así como todo sentido de prudencia desaparecía conforme un deseo tribal se apoderaba de nuestros músculos. El Cullen cogió de un par de cables que luego colgó en su estudio como una instalación tipo Sonic Youth.
No solo es México.
Probablemente de los primeros disturbios que surgieron al interior de un concierto de rock fue el desdichado Altamont Speedway Free Festival en las colinas que bordean los límites de Tracey, a unos 45 minutos de San Francisco, el 6 de diciembre de 1969. Lo que se suponía debía ser el Woodstock de la Cosa Oeste terminó en una pelea con los Hell Angels a cargo de la seguridad del evento, que dejó como saldo el apuñalamiento de Meredith Hunter, más dos incidentes automovilísticos. Fue durante los saqueos del famoso apagón de Nueva York de 1977 cuando los pioneros del hip-hop consiguieron sus primeras tornamesas con las que el sampler terminó de gestarse. Y poco antes que el milenio cayera en coma, Woodstock 1999 terminó en desastre de calor, mierda y fuego atizado por los Red Hot Chili Peppers que desobedeciendo las órdenes de los organizadores se lanzaron directo a sacar el cover de Jimi Hendrix “Fire”.
Mientras muchos se quiebran la cabeza preguntándose cómo es que el conservadurismo asciende en posiciones estratégicas de poder, al mismo tiempo, esos muchos postean indignados que la sociedad se ha ido al caño porque una muchedumbre se volcó a destruir las instalaciones de un palenque en Puebla al escuchar que su ídolo Luis R. Conriquez se negó a interpretar narcocorridos enfrente de sus narices. Y carteras con las que habían pagado una entrada. Obedeciendo las ingenuas propuestas del Gobierno mexicano de la 4T que con la prohibición de los narcocorridos pretenden disminuir los índices de violencia. Los narcocorridos no son menos violentos que cualquier sencillo de gangsta rap. La única diferencia es que el Snoop Dogg es, por mucho, más sexy, pero eso es otra cosa. Por otro lado, la represión de los latigazos de Iztapalapa son bien vistos toda vez que es un asunto de fe.
Culpar a cualquier expresión artística de ser la nitroglicerina de los disturbios es de un reduccionismo santurrón y aburrido. No muy distinto de las señoras copetonas que cancelaron el concierto de Front 242 a principios de los noventa. Cediendo a la tentación del conservadurismo de acusar con el dedo flamígero como un impulso para sentirse a salvo. Eso es la derecha y sus representantes y presidentes extremos: una tiranía de autocensura y prepotencia moral temerosa de complejizar los enviones humanos que damos a través de la violencia y la bondad.
El conservadurismo es eso que nos hace pensar que podemos ser débiles como para que el arte nos lave el cerebro. Que no enseña el valor del miedo al deseo y la satisfacción reprimida e hipócrita. Como cualquier panista que no ha tenido sexo durante un concierto, digamos, como el de Daft Punk o un rave comandado por DJ Keoki en el Cine Ópera, a unos pasos del Metro San Cosme, en el entonces DF.