Política

Dos historias que no terminaron

Cuando Irvin Sánchez salió del Conalep, como muchísimos jóvenes egresados de bachillerato, buscó la manera de seguir estudiando en una universidad pública. Lamentablemente, para él, como para tantos miles, las grandes universidades —como la UNAM o la UAM— no evocan la imagen de una puerta abierta, sino más bien la de un embudo social que, después de hacerlos sortear un proceso de varios pasos —desde registrarse y pagar por el derecho a examen, acudir a una cita presencial donde se toman huellas dactilares y fotografía, y unas semanas después presentarse para contestar 120 preguntas de opción múltiple—, les arroja en la cara la decepcionante noticia de que para ellos no hubo lugar.

alfredo san jauan
Alfredo San Jauan


El fracaso de dejar fuera a 90 por ciento de los aspirantes debería adjudicarse a un sistema meritocrático que claramente no está adaptado a su realidad social, pero el sentimiento de derrota se transfiere a los aspirantes. Ellos son los que tendrán que lidiar con el remordimiento de “no haber dado el ancho”, o de no haber hecho suficiente, a pesar de que las razones para no pasar el filtro del examen rara vez son voluntarias o están bajo el control de los individuos. A veces, la educación recibida en el bachillerato no contempla ni los contenidos ni las habilidades para enfrentar la prueba (según la oferta consultada en internet, hay proveedores particulares que ofrecen “cursos de ingreso” cuyo costo va de los 2 mil 400 a los 10 mil 600 pesos por estudiante: todo un negocio montado alrededor de la exclusión). A veces, las circunstancias se interpusieron: el cansancio, la ansiedad, el trabajo, el cuidado de un familiar, un problema de salud, cualquier contingencia que no le permitió a alguien llegar al examen en las mejores condiciones. Y en esas condiciones individuales es donde se busca la explicación y se reparte la culpa, cuando en realidad, en un contexto donde la exclusión es masiva, las pequeñas circunstancias personales difícilmente son las responsables de cambiar el destino. 

El primer intento de Irvin de entrar a Ciencias de la Comunicación en la UNAM no fue el único. Pasó nuevamente por el proceso un año después, esta vez con el doble de esfuerzo, pero con los mismos resultados. Nada es mejor prueba de que las barreras de la admisión no se sortean con “echarle más ganas”. Ya para entonces Irvin había conseguido un trabajo y se había resignado —lo dice con ese verbo tan revelador de la desesperanza— a que no era para él la posibilidad de cursar una carrera universitaria. 

Decía Pedro Salinas en un poema que todas las historias tienen buen fin, es sólo cosa de saberlas contar hasta llegar a él. La historia de Irvin no acaba en su resignación, sino que continúa: alguien le habló sobre el entonces Instituto Rosario Castellanos. Inició el proceso de admisión, que consiste en registrarse y cursar en línea unos módulos, los aprobó y ahora es estudiante de sexto semestre en la carrera que siempre había buscado. No dejó de trabajar, se incorporó a un sistema de becas que los estudiantes reciben a cambio de algunas horas de servicio y cuando termine la licenciatura quiere trabajar en algún periódico o agencia publicitaria. Una de las cosas que le preocupaban al entrar a la universidad, a los 24 años, era que sería mal visto por ser de los más grandes de la generación, pero su temor se vio conjurado cuando conoció la diversidad etaria de sus compañeros: desde recién egresados de bachillerato hasta personas de 50 años o más que hacen su primera carrera o reiniciaron algún proyecto universitario trunco.

La historia de Ruth González es parecida, pero empieza mucho antes, cuando intentó ingresar al CCH Vallejo. Hay que recordar que los estudiantes de educación media superior de la UNAM, si cumplen con un cierto promedio y tiempo de conclusión de estudios, tienen acceso a las licenciaturas por pase reglamentado, así que para Ruth, entrar al CCH casi le garantizaba el ingreso tres años después a la licenciatura. Sólo que le faltó un punto para aprobar el examen. Lo cuenta así, sabiendo el dramatismo que implica que entre la frustración y la consecución del deseo medie apenas una respuesta errada. Recurrió, de nuevo como muchísimos jóvenes, a un bachillerato privado. Saliendo de la prepa buscó opciones universitarias, pero ya no consideró ingresar a la UNAM ni al IPN. Las opciones privadas ahora salían de su presupuesto, especialmente después de financiar tres años de bachillerato, así que buscó la oferta de otras universidades públicas. Después de un año inició el proceso de admisión al IRC. La convenció que, en lugar de hacer un examen, tenía que aprobar un curso. Ahora es también estudiante de sexto semestre en Ciencias de la Comunicación. No le atrae el periodismo, sino otros aspectos de la comunicación, como el lenguaje cinematográfico, y le gusta que la universidad le permite explorar no sólo las áreas técnicas de su disciplina, sino también las creativas. 

Desde el 15 de junio de este año, el Instituto es oficialmente la Universidad Rosario Castellanos. Se imparten 22 licenciaturas, cinco especialidades, siete maestrías y tres doctorados en siete unidades académicas. Ofrece tres modalidades de estudio: presencial, a distancia y semipresencial. Apenas a cuatro años de su fundación, atiende actualmente a más de 38 mil estudiantes con una planta docente de 932 profesores y profesoras. Lo más importante es que esos números son personas, y esas personas son sus historias. Una política educativa que ofrece alternativas a la exclusión masiva es la responsabilidad del Estado en tanto garante de derechos, y garantizar derechos cambia vidas.


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Violeta Vázquez-Rojas
  • Violeta Vázquez-Rojas
  • Lingüista egresada de la ENAH, con doctorado por la Universidad de Nueva York. Profesora-Investigadora, columnista y analista, con interés en las lenguas de México, las ideologías, los discursos y la política.
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