Las relaciones entre los gobiernos sandinistas de Nicaragua y la Iglesia Católica tienen una historia peculiar. Quizá el momento más significativo de esa relación fue la interrupción de una misa del Papa Juan Pablo II en la Plaza de la Revolución de Managua.
Es muy extraño que esta actividad litúrgica sea interrumpida. Más todavía si es el sumo pontífice quien está oficiando, y si son los propios feligreses los que interrumpen. “Queremos la paz”, gritaba un numeroso grupo de asistentes. Juan Pablo II interrumpió el ritual, molesto: “el Papa también quiere la paz”, dijo.
También llamó la atención que el Papa se negara a corresponder el saludo del sacerdote y reconocido poeta, ministro de Cultura del primer gobierno sandinista, Ernesto Cardenal.
Había fondo en este distanciamiento en el jerarca católico y la iglesia nicaragüense. El Papa había vivido décadas en Polonia bajo el régimen soviético. Sabía lo que significaba para la iglesia, y para la sociedad, vivir bajo un régimen así. No entendía que amplios sectores de la iglesia católica nicaragüense simpatizaran con ese modelo de gobierno.
Recientemente, en México, un sacerdote jesuita, entusiasmado por el triunfo electoral de López Obrador, presentó una homilía que pudo ser leída como una apología de la autocracia. Dijo luego que fue malentendido.
Lo que es claro es que hay sectores, dentro del catolicismo y fuera de él, que se entusiasman simplemente con que un político o una organización se declaren de izquierda, o en favor de los pobres.
Lo que recuerda el principio básico de la seducción (o uno de ellos): decirle a la gente lo que quiere oír. Me declaro de izquierda (que en México y otros países de Latinoamérica es sinónimo de ser decente) y consigo apoyos. Pongo a los pobres como prioridad en mis dichos y lo mismo.
Pero lo que cuenta en la política, y en muchos otros ámbitos de la vida, son los actos y sus consecuencias. Los tacos de lengua son baratos.
Los lamentables hechos en Nicaragua, el acoso brutal del gobierno contra la Iglesia Católica y en particular contra los jesuitas, recuerdan la multicitada definición de democracia de Popper: “un método para evitar que los malos gobiernos hagan demasiado daño, y para deshacernos de ellos sin derramamiento de sangre”.
A algunos les parecerá poca cosa. No a los nicaragüenses que han sido gobernados por Daniel Ortega.