En los últimos días las redes sociales mexicanas se han desbordado de mensajes en contra de las caravanas de migrantes centroamericanos. Si bien, el ruido cortoplacista que se genera en Facebook y Twitter no suele trascender, estas redes representan un termómetro ideológico y discursivo de las masas.
Los mensajes pueden carecer de argumentos válidos, provenir de fuentes poco confiables, pero una vez que comienza la histeria colectiva se corre el riesgo de que se posicionen temas peligrosos en la agenda pública.
Para comprender el fenómeno de la migración centroamericana a Estados Unidos no es necesario detenerse en elementos irrelevantes como un video sobre frijoles. Los flujos de los últimos años obedecen a fenómenos mucho más complejos.
Hay miles de personas que dejan sus lugares de origen porque huyen de la pobreza, la violencia y la represión; no se trata de elecciones sencillas ni placenteras para quienes emprenden el camino, sino de decisiones basadas en necesidades y aspiraciones tan humanas y justas que cualquiera, por mera empatía, debería de entender. Hay una especie de autogol denigrante cada vez que un mexicano discrimina a otro latino.
Nadie, en su sano juicio, debe de marginar a otra persona, pero cuando esto ocurre entre personas de bagajes tan similares, la ridiculez es mayúscula. De acuerdo al Informe sobre las Migraciones en el Mundo de las Naciones Unidas, la India y México son los dos países con más connacionales viviendo fuera de sus territorios. Somos un país que se formó por inmigrantes y que además aporta una cuota inmensa de emigrantes.
Las similitudes entre México y Centroamérica no se limitan a la cantidad de gente que abandona sus hogares en búsqueda de mejores oportunidades, sino que también delatan cercanía en aspectos culturales, étnicos, lingüísticos y gastronómicos. Por eso no podemos repetir los discursos de odio que tanto hemos criticado. Por eso no podemos odiar lo que vemos en el espejo.