En los pasados días, la Cámara de Diputados aprobó un impuesto extra de 8% para todos los videojuegos que contengan materia violenta, y yo tengo muchas preguntas.
Ninguna de ellas es: “¿Por qué?”; me queda claro el tamaño de esa industria y que, a pesar de la desmedida piratería, la cifra recaudada será muy significativa a partir de 2026.
Mi primera pregunta tiene que ver con el término “violencia” en un contexto de juego digital. Desde los tiempos de Donkey Kong recuerdo esa ansiedad por no dejar que un barril encendido me aplastara. Claro que la evolución de estos juegos ha cambiado de manera exponencial y los cuestionamientos morales sobre la diversión de matar al prójimo —ya sea jugador real o combatiente digital— siempre han estado sobre la mesa.
Pero no puedo dejar de preguntarme de qué manera cobrar un impuesto extra por ello vaya a ayudar a alguien (más allá de la re-
caudación, obviamente). ¿Dejará de ser consumido por ese 8%? Claro que no. ¿Ganará un tanto más el comercio informal por el aumento? Sí, sin la menor duda. ¿Alguien dirá: “Está mal atropellar personajes digitales para ganar más puntos”? Nadie. Ese impuesto no cambiará nada si lo que se considera es que los videojuegos son nocivos.
Entonces vámonos al meollo de la discusión. ¿Hay pruebas de que estos juegos causan violencia en la vida real? Discutidísimo, pero prácticamente nula. Aun asumiendo que ese fuera el caso, ¿cómo funcionarían las intenciones de contrarrestar este supuesto daño? Digo todo esto a sabiendas de que hay millones de jugadores que están completamente en paz ejerciendo su vida gamer en casa, mientras la verdadera violencia sigue rampante por gran parte del país.
Insisto: tengo más preguntas que respuestas, pero creo que la principal sería: ¿exactamente a quién estarían ayudando con esto y cómo piensan hacerlo?
Escucho.