Después de cinco días seguidos de escuchar, casi en loop, los 27 tracks de la más reciente producción de Beyoncé puedo empezar a hablar del por qué este álbum es una de las cosas más emocionantes que le han pasado a la música, y a nuestras emociones, en mucho, mucho tiempo.
Primero que nada es espectacular ver cómo a través del talento, la visión y el trabajo se puede cambiar un paradigma y a la vez no verse restringida por un género musical. Ella lo dijo: “Este no es un álbum de country. Es un álbum de Beyoncé” y vaya que tiene razón. En el track de “Spaguetti” se burla de los géneros y sus restricciones, en “Jolene” cambia (con toda la bendición explicita de Dolly Parton) la letra para decirle a una mujer hermosa que quiere quedarse con “su hombre”, que ni se le ocurra intentarlo o así le va a ir. La original es maravillosa, pero ahí ruega, no advierte y no celebra lo solido de su matrimonio. Sí, con todo y las referencias a cuando este estuvo en crisis por ello (para los no fans, chequen el álbum Lemonade).
“Daughter” en especial me caló hasta los huesos por su profunda melancolía y letras reveladoras del temer lo peor de una misma. “Blackbiird” (sí con dos “ii”) es también un cover tomando en cuenta que Paul McCartney dijo estar pensando en las mujeres afroamericanas, durante la lucha por sus derechos civiles. Los coros los hacen cuatro maravillosas cantantes negras de música country. Así me podría seguir, canción por canción, pero la verdad es que lo más emocionante para mi es que “Cowboy Carter” es una pieza completa. Escúchenla en orden si tienen oportunidad. Esta creada y perfeccionada para ser una sola pieza emocional a través de muchos ritmos, góspel, blues, hip hop y sí, country. Es una conquista de principio a fin. En el mejor de los sentidos.
