Política

¿Ya no vamos a creer en nada?

Con el perdón de ustedes, amables lectores, me permito confesarles que yo en lo personal no creo que haya tenido lugar un fraude en las elecciones presidenciales de 1988, cuando Carlos Salinas de Gortari, satanizado y denostado en estos días, se alzó con el triunfo. Lo que ocurrió es que comenzaron a registrarse en un primer momento los votos que provenían de las zonas urbanas y que favorecían abrumadoramente a Cuauhtémoc Cárdenas. Los gobernantes de aquel entonces, seriamente preocupados de que el proceso terminara por parecer declaradamente fraudulento y merecer las implacables condenas del pueblo soberano, decidieron en consecuencia interrumpir temporalmente la difusión de los resultados hasta que las cifras reflejaran más ajustadamente la realidad de las cosas, es decir, hasta que comenzaran a computarse los sufragios emitidos en las regiones rurales que beneficiaban al PRI. Fue tal vez una medida un tanto torpe, pero no hubiera habido manera, cualquiera que hubiera sido la estrategia seguida, de que salieran bien librados de parecido trance. 

En lo que toca al otro gran fraude denunciado por los increyentes que tanto se solazan en descalificar los procesos de nuestra democracia —o sea, en denunciar la gigantesca operación que hubieran emprendido los organismos electorales para otorgarle una inmerecida victoria a Felipe Calderón en 2006— no me creo tampoco que el sistema hubiera sido tan maligno y arbitrario, sino que hubo gente, desconfiada y descontenta, que se tragó completita la píldora de la trampa, alentada calculadamente por los perdedores.

En el caso del asesinato de Colosio, las investigaciones han sido exhaustivas y, creo yo, concluyentes: llevan a la desilusionante realidad de un asesino solitario en vez de alimentar teorías, tan fantasiosas como truculentas, de oscuras conspiraciones.

Digna Ochoa, la notable activista, no necesariamente fue asesinada por tenebrosos enemigos, sino que, como tantos seres humanos llevados por la desesperación y el vacío de la existencia, pudo haberse suicidado y nada más. 

La tragedia de Ayotzinapa, monstruosa y estremecedora, no tiene tampoco que haber sido un crimen de Estado, perpetrado con la connivencia del Ejército, sino una atrocidad, otra de tantas, debida al espeluznante imperio de las organizaciones criminales que operan en este país. Los verdaderos enemigos de México son los crueles sicarios que masacran a tantos y tantos compatriotas todos los días, pero estos canallas, por lo que parece, no merecen las condenas de los denunciantes que tan dispuestos están a repartir culpas a quienes no las merecen.

En fin, el tema es que la simple confianza que cualquier persona debiera tener en las resoluciones de doña Justicia, así de inoperante como parezca y así de arbitrarios como sean sus modos en este país, no debiera disolverse ni dar paso a la dictadura universal de la sospecha.

Los ciudadanos necesitamos otorgarle una mínima credibilidad a los hechos reales y descartar, por simple sentido común, ese nefario impulso que nos lleva a no creer ya en nada y, sobre todo, a nunca aceptar las cosas como son, sino a suponer, como si eso fuera una cualidad personal y una señal de nuestra aventajada perspicacia, que siempre hay algo detrás. Pues no, miren ustedes. 

Román Revueltas Retes 

revueltas@mac.com

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Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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