Uno de los males que nos afligen a los latinoamericanos es el victimismo, tan incurable como pernicioso, que desplegamos incesantemente por llevar dentro de nosotros la marca de pueblos conquistados.
Aquello, lo de la llegada de españoles y portugueses a estos territorios con el declarado propósito de quitárselos a los naturales e instaurar sucursales de sus reinos, ocurrió hace ya varios siglos pero el síndrome del antiguo vasallo de emperadores autóctonos trasmutado de pronto en súbdito de un monarca extranjero no nos lo quitamos de encima, por no hablar del resentimiento que sigue carcomiéndonos las entrañas.
En los últimos tiempos hemos traspasado ese oscuro rencor a otros victimarios –Estados Unidos de América nos arrebató la mitad del territorio nacional, después de todo, y fuimos invadidos también por Francia— pero el tema de doña Conquista, o como quieran llamarla los nuevos custodios de la corrección política, es aún lo suficientemente rentable políticamente como para que valga la pena pedirle cuentas a Su Majestad Felipe VI de Borbón y Grecia, Rey de España, y que venga a disculparse humildemente ante los mexicanos gobernados por la 4T.
El discurso de la “soberanía nacional”, entonado fieramente por los mandamases de esta nación y replicado por los patrioteros de siempre, va por ahí: luego de haber sido despojados de nuestra identidad primigenia y obligados a adorar a la Virgen en lugar de dejarnos en paz con la Coatlicue, Huitzilopochtli y los otros dioses locales, reclamamos una estratosférica y desmedida singularidad hasta el punto de ya no querer hacer nunca las cosas como los demás pueblos del planeta.
O sea, que aquí todo debe de ser “a la mexicana” y cualquier sugerencia venida de fuera la vivimos como una suerte de atropello que necesita, en los hechos, de una firme e indignada respuesta. Tan intransigente postura termina por ser muy perjudicial para México: el extraño derecho a no ser como ninguna de las demás naciones nos ha llevado a aplicar políticas públicas que van a contracorriente de lo que dicta el sentido común en el apartado económico y en el terreno social.
Bueno, pensándolo bien (y rectificando, con el perdón de ustedes), ciertos dogmas e ideologías ajenas sí gustan aquí: el socialismo chavista no le mete nada de ruido al régimen de Morena. Y vaya que se entromete, en estas tierras.