El acto de gobernar es el mero desempeño de una tarea y sanseacabó. No es una gesta heroica ni una empresa que necesite de aplausos, aclamaciones y alabanzas. Justamente, el hecho de que los adalides de doña 4T se arroguen por sus pistolas una condición legendaria —invocan, a manera de referencia, los grandes episodios nacionales y se colocan a la torera en un papel de sucesores directos— debería de despertar nuestras sospechas: ¡qué vanidad, la de esa gente, la de adjudicarse tan morrocotudos galardones antes de siquiera comenzar a dar resultados y, sobre todo, antes de que sea la historia misma la que, llegado el momento, disponga que porten gallardamente los gloriosos laureles que han merecido los próceres de siempre!
Naturalmente, hablan en nombre del pueblo —otra muy rentable apropiación— para darse los necesarios baños de pureza y se conceden, de pasada, una patente de impunidad porque, oigan ustedes, quien se meta con ellos se está embrollando con la esencia misma de la patria inmortal. Precisamente por esta razón es que sus críticos y detractores merecen la infamante sentencia de “traidores”, dictada desde la más alta tribuna de la nación y certificada ciegamente por los inflamados partidarios de la suprema causa.
¡Qué deseable sería, para nuestra vida pública, que tuviéramos una clase política que llevara las cosas tranquila y sosegadamente, sin estridencias ni rumbosas retóricas!
Hay que reclamar el derecho al aburrimiento, señoras y señores, y exigir que nos dejen en santa paz para poder arribar al Aeropuerto de la Ciudad de México (el AICM, no el otro) sin que los altavoces te vomiten “¡Ciudad de México, capital de la transformación!” y, en tantos otros apartados, para que los empleados gubernamentales no porten los colores del partido oficial, que los mensajes que necesiten sernos transmitidos no tengan tan descarado componente propagandístico y que la demagogia, una auténtica plaga bíblica, no sea un sucedáneo de los logros a los que están obligados los petulantes administradores morenistas simplemente por el mandato que han recibido de los ciudadanos.
Lo dicho: un régimen tan vociferante debiera inspirar desconfianza, la mismísima que despiertan los sistemas autocráticos. Los que gobiernan bien lo hacen con la modestia de quienes valoran los hechos, no las ensordecedoras oratorias del populismo.