La normalidad mexicana es absolutamente anormal: tiroteos, coches incendiados, pavorosas masacres, bloqueos de carreteras, comercios saqueados, cientos de miles de desapariciones de personas, ciudades sitiadas, fosas comunes clandestinas, secuestros, violaciones, linchamientos…
¿Ese país somos nosotros?
Sí, señoras y señores, ésa es la cotidianidad que estamos viviendo. No es todavía una realidad generalizada ni extendida a todos los rincones del territorio nacional pero el hecho mismo de que acontezcan estos terribles sucesos debería de sacudir nuestras conciencias. Dicho de otra manera, la presencia del horror tendría que llevarnos a una suerte de rebelión ciudadana para exigir que todo esto se acabe de una buena vez, a una colectiva movilización para reclamar el derecho fundamental de los mexicanos a vivir en paz.
Estamos sobrellevando las consecuencias de décadas enteras de dejadez e inoperancia del Estado. La primerísima asignatura pendiente en el ámbito de lo público es la instauración de un sistema regido por el inquebrantable respeto a las leyes. Pues bien, ha sido justamente la tarea que más se ha descuidado aquí y los catastróficos resultados están a la vista.
Mientras no haya justicia en México no habrá tampoco seguridad. Un tema tan absolutamente primordial, sin embargo, no parece haber estado en la agenda de unos gobernantes que, además, fueron quienes se dedicaron alegremente a atropellar la legalidad más allá de que la corrupción sea una auténtica plaga nacional.
Pero, justamente, ¿por dónde empezar? Porque, miren ustedes, el problema tiene que ver directamente con la gente, con la específica condición de muchísimos individuos, y para revertir en primer lugar la escalofriante deriva hacia el caos y la violencia habría que transformar a esas personas, a esos miles y miles de tramposos que incumplen con sus obligaciones, que contravienen reglamentos, que aceptan sobornos (o de plano, que extorsionan a los ciudadanos), que cobran de más por sus servicios y que, como parte también de la funesta normalidad que vivimos en este país, siguen ahí, es decir, son parte inseparable del paisaje, de nuestro espacio común.
La ley es la construcción que apuntala el proceso civilizatorio pero los encargados de hacerla cumplir son individuos de carne y hueso. ¿Qué esperanza de un futuro mejor podemos tener si los menos confiables de nuestros conciudadanos son precisamente quienes laboran en el universo judicial? ¿Por qué se denuncia apenas un mínimo porcentaje de los delitos acaecidos en este país? Ya lo sabemos: porque acudir a una agencia del Ministerio Público no sólo es una experiencia siniestra sino que puede significar un riesgo para el denunciante en tanto que los policías son muchas veces cómplices de los delincuentes.
Esto, ¿cómo se arregla? ¿Hay vacunas para contrarrestar tan pestífero mal?
Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com