Política

¿Vamos a dejar que todo se desmorone?

Escuchar audio
00:00 / 00:00
audio-waveform
volumen-full volumen-medium volumen-low volumen-mute
Escuchar audio
00:00 / 00:00

Los ciudadanos tienen que poder confiar en sus Gobiernos. Ése, el de la incredulidad —teñida además de una endémica sospecha—, es precisamente el problema de la sociedad mexicana. Desconfiamos porque hemos sido avasallados por una infame ralea de corruptos, tan cínicos como desvergonzados, pero somos también desaforadamente individualistas. Y esto, en el peor sentido de la palabra porque esa preeminencia de lo personal se manifiesta sobre todo en una ausencia del sentido de lo colectivo, en la indiferencia a los valores del bien común y en la desobediencia pura y simple de individuos carentes de un mínimo civismo.

No hemos edificado así un Estado fuerte y el ocasional asistencialismo del “sistema” —fragmentado por naturaleza al derivarse de políticas clientelares y del corporativismo instaurado por el antiguo régimen priista— ha dejado en el desamparo a millones de mexicanos, por no hablar de la consustancial incertidumbre jurídica debida a las deficiencias del aparato de justicia. Un modelo que no asegura garantías ni satisface derechos de manera plena resultaría poco confiable de entrada pero la circunstancia se agrava cuando el ciudadano de a pie sobrelleva las consecuencias directas de la mala gobernanza sabiendo, encima, que los recursos dirigidos originalmente al levantamiento de bienes públicos terminan en los bolsillos de los funcionarios.

El recelo se manifiesta igualmente entre los diferentes sectores sociales y el resentimiento no sólo se dirige hacia una casta gobernante a la que, paradójicamente, no se le exigen cuentas sino que se expresa en una oscura suspicacia hacia las “clases acomodadas” —es decir, los “ricos”— porque su éxito no es atribuido a méritos personales ni talentos propios ni capacidades dignas de emulación. La riqueza, en México, está siempre bajo sospecha al ser vista como un subproducto de complicidades y componendas tramitadas a la sombra del poder político en lugar de ser percibida como demostración de espíritu empresarial o prueba de un admirable esfuerzo individual.

Buena parte del discurso de los heraldos de la 4T se alimenta precisamente de estos resquemores y se orienta a promover la ancestral animadversión de las clases populares hacia “los de arriba”. El fifí, en este sentido, no sería más que el símbolo más acabado del sujeto insensible, explotador e indiferente a la realidad de la pobreza que, beneficiado por las utilidades garantizadas a una minoría en un sistema tradicionalmente injusto, se opone ahora a que las cosas cambien para preservar meramente sus privilegios. Dentro de esta categoría de personas no gratas se encontrarían los empresarios, los tecnócratas, los expertos contratados por las antiguas Administraciones gubernamentales, los egresados de las universidades de élite, los promotores de las nuevas tecnologías y los partidarios de la globalización, entre otros subgrupos, sospechosos todos ellos —o, más bien, culpables declarados— de neoliberalismo y de pertenecer a la mafia de corruptos que saquearon a México.

Y, pues sí, la rabia popular por las raterías de los que nos gobernaron en el pasado sexenio terminó por explotar —pacíficamente, en las urnas, gracias a las elecciones democráticas que celebramos en este país— y se puede decir, de manera coloquial, que Enrique Peña y los suyos le pusieron generosamente la mesa al actual presidente de la República luego de haberse ganado a pulso el repudio de la nación.

El tema, sin embargo, es que no se puede construir un nuevo orden a partir del revanchismo ni con el resentimiento como piedra de toque de una gran transformación. En estos momentos, sobre todo, una de las amenazas más apremiantes es la desobediencia de una población que, por la atávica desconfianza que le despiertan sus autoridades, no termina de creerse que la pandemia del nuevo coronavirus es algo gravísimo al tiempo que no acaba de saberse protegida de los posibles riesgos. Y, en lo que se refiere a la respuesta de los organismos responsables, el sistema sanitario del país no parece tampoco encontrarse en las mejores condiciones para atender la emergencia que se nos viene encima y la equiparación de que las ayudas a las empresas pudieren ser un nuevo Fobaproanos llevará a una auténtica hecatombe económica si, invocando esa razón, el Gobierno decidiere no acudir al rescate.

El dinero no alcanza, eso es evidente. Pero los recursos provienen de la inversión, de las actividades productivas y de lo que genera la economía de mercado. No hay absolutamente ninguna otra fuente para recaudar impuestos. Pemex, la corporación del Estado, no produce ganancias sino que devora dineros públicos para paliar sus pérdidas. Destinar una sustancial suma del erario para prevenir la quiebra de empresas no es entonces una reedición de las satanizadas prácticas del pasado sino un asunto de auténtica salvación nacional. Es algo, además, que están haciendo todos los Gobiernos del mundo.

Los ciudadanos tenemos que confiar. Pero el Estado mexicano tiene también que cumplir con su parte



revueltas@mac.com

Google news logo
Síguenos en
Román Revueltas Retes
  • Román Revueltas Retes
  • revueltas@mac.com
  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.