Entre los oficios que enlista la Comisión Nacional del Salario Mínimo (Conasami, 2019) están los de reportero(a) de prensa diaria impresa y reportero(a) gráfico(a) de prensa diaria impresa, con 248.09 pesos de salario mínimo para estas dos categorías tanto en la zona libre de la frontera norte como para el resto del país, que es el sueldo más alto entre otros oficios enlistados como cantinero, ebanista, tablajero o vendedor(a) de piso de aparatos de uso doméstico, con salarios de 176.00 pesos en la frontera norte y unos 50 pesos menos en el resto del país.
No aparece en esa lista la categoría de periodista, aunque sabemos que en el mundo hay muchas universidades y escuelas donde se enseña desde hace muchos años esta profesión –que comprende, desde luego, al mal llamado “oficio” del reportero. Los diarios y las corporaciones mediáticas establecen sus propios criterios salariales, aunque también se sabe que los dueños y directivos devengan sueldos tan altos como los de los diputados, en tanto que periodistas y reporteros deben conformarse con percepciones casi de miseria y a veces escasas o nulas prestaciones, además de una constante inseguridad laboral –lo que es más grave si se considera el riesgo que corren en un país avasallado por el crimen y que además son hostilizados por el propio gobierno.
“El salario promedio para un periodista en México es de 6,890 pesos al mes”, de acuerdo con un estudio publicado en indeed.com.mx/salaries/periodista-Salaries. “Las estimaciones de salarios se basan en 119 salarios que empleados y usuarios que trabajan como periodistas enviaron a Indeed de forma anónima, y en los salarios que recopilamos de los anuncios de empleo que se publicaron en Indeed en los últimos 36 meses”. Uno de los salarios más altos asciende a 25 mil pesos y los más bajos no alcanzan los 3 mil mensuales.
En julio de 2010, Roberta Garza y un servidor publicamos una edición de Replicante dedicada al periodismo. Reproduzco, con algunos añadidos, el editorial de aquel número.
¿Quiénes son los periodistas? El fotógrafo de policiacas fumando frente a once decapitados; la reportera de sociales, incómoda entre la “gente bonita”; Hunter Thompson atravesando el desierto con un maletín lleno de drogas; una joven graduada con un salario de mierda y un jefe ignorante; los muckrakers aterrorizando a los políticos estadunidenses; el editor escudriñando letra por letra hasta la madrugada; Kapuscinski en medio de una guerrilla centroamericana; el periodista cultural encerrado en una exposición de arte contemporáneo; Huberto Batis hipnotizando a generaciones de estudiantes; el cronista paseándose por cantinas y prostíbulos; el cartonista partiéndose la cabeza para representar el 9/11 en una viñeta; Orson Welles narrando la imaginaria invasión alienígena por radio; el articulista sobornado por el gobierno; Alejo Carpentier discurriendo sobre el parentesco entre periodismo y ficción; el ciudadano que anuncia en Twitter la noticia –o el rumor– del día; todos los que buscaron conocer la verdad a través del lenguaje, los que salieron victoriosos y los que cayeron en la batalla.
Al cierre de la primera década de este siglo, el periodismo se enfrenta a “nuevos retos” –además de seguir discutiendo sobre la naturaleza de la profesión misma–: las nuevas audiencias, los lectores de una nueva era, los usuarios–lectores de la www, la importancia de los negocios de medios, el multimedia, el metamedio, la inclusión de nuevos observadores–relatores (“periodismo ciudadano”), la defensa del lector, la nueva dinámica en la era de la información y, en fin, cómo treparse a una nave que ha zarpado hace ya más de dos décadas.
El periodismo conserva una premisa básica: aproximarse a la realidad, contar lo que otros no cuentan, lo que muchos ignoran, lo que aquellos no desean que se sepa. Contar el mundo desde todos sus puntos cardinales. Fukuyama escribió El fin de la historia, pero los hechos y los periodistas se empeñan en seguirla escribiendo. Desde su mirada intentan asir la realidad y moverse en dirección a ese espacio incierto que llaman “la verdad”. La objetividad, sabemos, es un mito que aún algunos intentan enseñar en el aula o al novato que cruza por primera vez una sala de redacción.
Se escribe no solo desde lo que se ve y oye sino también desde lo que se es, interpretando y recreando una realidad que quiere explicar qué, quién, cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué. Pero el “oficio más bello del mundo”, según García Márquez, se convierte también en el negocio más redituable. Rupert Murdoch lo sabe. La inmediatez se vuelve no una necesidad informativa, sino moneda de cambio. Por ello es importante retomar la discusión del quehacer periodístico desde su propia esencia. De Gutenberg a la era digital, el interés debe ser el mismo: hacer llegar la información y el conocimiento a más gente. Valdría la pena rescatar entre tantas percepciones la de Rosental Alves cuando dijo, pensando en lo que hace valer al periodismo también como negocio, que a los periodistas “no nos pagan por manchar papel con tinta”. O la pantalla con basura electrónica.