Nuestros males políticos endémicos son el poder autoritario, el anhelo vehemente de perpetuarse en el poder, la disposición arbitraria de los bienes públicos y la negación de la democracia.
Cuando la colonia los reyes eran considerados señores de los hombres y dueños de las tierras de la Nueva España.
Ellos vendían los títulos nobiliarios y los cargos gubernamentales; y transmitían tierras a nobles y gobernantes.
Por eso, nobleza y funcionarios públicos se sentían con el derecho de replicar el esquema real y de recuperar con ganancia lo que habían invertido para obtener sus títulos o cargos.
Esa manera antidemocrática de acceder al poder, de gobernar autoritaria y arbitrariamente y de disponer de los bienes públicos, ha permeado los periodos de nuestra historia y pervive en nuestros días.
Sin duda, en la época de la Reforma liberal se creó la conciencia de la nacionalidad y el ideal de un país gobernado por las leyes. Intento sofocado por sus mismos actores y la hegemonía porfiriana.
El breve triunfo de la democracia maderista fue apagado ante la falta de voluntad, astucia y proyecto social de sus protagonistas.
Los gobiernos posrevolucionarios implementaron un sistema cuyo centro de gravedad era el presidente; funcionaba con un régimen corporativo y un partido hegemónico.
Ese sistema terminó hasta la transición democrática del año 2000. Con el triunfo del PAN creímos que se inauguraba una nueva era política y que la democracia habría de curar los males crónicos.
Lamentablemente, no fue así. Por la desilusión popular Peña Nieto llegó a la presidencia; y su execrable corrupción abrió las puertas a López Obrador que intenta repetir lo reprobable del priismo.
No debemos dejar morir el aliento democrático: votemos para que MORENA no tenga la mayoría de los diputados.
Evitemos la hegemonía y el autoritarismo.
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