Hace siete años estuve en San Francisco en un evento organizado por la revista Wired. Estaban cumpliendo 25 años, y para celebrarlo hicieron una serie de entrevistas en vivo, visitas a empresas y una especie de miniexpo de tendencias y nuevas tecnologías.
Me acompañó mi hija mayor, y tuvimos la oportunidad de ir a conocer un centro de innovación de Levi’s, las oficinas de Salesforce y las de Lyft. En las entrevistas participaron desde Jeff Bezos, Sam Altman y Jack Dorsey, hasta Satya Nadella y Sundar Pichai. Es más, hasta Jony Ive y la legendaria Anna Wintour estaban presentes. Fue un evento muy especial.
Estos últimos días, me he acordado mucho de las tecnologías que vimos y de todo lo que se discutió sobre tendencias. Nos hicieron múltiples demostraciones de diferentes robots: interactuamos con versiones diseñadas para reemplazar a los guardias de seguridad y mostraron también unos humanoides para ayudar con tareas del hogar. Probamos por primera vez las ahora famosas hamburguesas de Impossible Foods (con “carne” hecha a partir de plantas) y experimentamos una tecnología para medir nuestras ondas cerebrales.
Todo esto nos parecía fantástico. Se respiraba un ambiente de emoción —había una sensación de estar al borde de una etapa de gran transformación. Escuchamos sobre cómo los seres humanos viviremos cada vez más y más años, de autonomía en los vehículos, sobre cómo nuestra alimentación cambiaría por completo.
Hoy, siete años más tarde, sabemos que esto no ha pasado. O bueno, está medio pasando. Sí está avanzando la autonomía en los autos, sí hay avances en el desarrollo de robots (muy limitados) y claro, siguen existiendo marcas como Impossible Foods (y otras similares).
Pero la realidad ha sido muy diferente a lo que percibimos en aquel memorable viaje. Y es que si los emprendedores solemos ser optimistas y soñadores, en Silicon Valley estas actitudes están en su máximo nivel. Es un lugar construido de promesas extraordinarias, visiones radicales y apuestas inverosímiles. Ahí los emprendedores necesitan creérsela pues solo así serán capaces de conseguir los fondos para invertir en sus proyectos. Y creyéndosela es también como —algunos— sí terminan siendo capaces de desarrollar iniciativas que cambian el mundo.
El problema es que en el camino, los mortales nos quedamos a veces solo con la promesa. ¿Qué fue de las tecnologías de impresión 3D, que se supone que transformarían la manufactura y hasta el comercio? Recuerdo muy bien una clase en Singularity University, donde el conferencista nos mostró que él mismo había usado uno de estos aparatos para “imprimir” en su casa el cinturón que llevaba puesto. El mensaje era que ya no tendríamos que ir a una tienda a comprar cosas porque todo lo podríamos “imprimir” nosotros mismos.
El futuro llegará, sin duda. Muchas de esas innovaciones sí nos van a alcanzar —algunas ya parecen estar casi aquí— pero no olvidemos que detrás de los avances hay también mucho optimismo y emoción, y hay también intereses de quienes están invirtiendo en esa visión. Detrás de la tecnología y las tendencias lo que hay son empresas que tienen sus propios intereses y necesitan lograr objetivos de adopción y, con ello, más clientes que les paguen. Ojo, esto no tiene nada de malo. Así funciona la economía y está bien. Mas no olvidemos que esto puede también distorsionar la realidad acerca de lo que la tecnología sí tiene capacidad de hacer en el corto plazo… y aquello que está todavía muy, muy lejos de convertirse en algo cotidiano.