Existen hechos reales tan intrépidos e insólitos que, cuando se platican y van de boca en boca, parecen convertirse en leyendas urbanas, obviamente no para todos, pues muchos saben que lo narrado es real y no solo porque fueron testigos de la tragedia, sino porque las víctimas eran muy cercanos a ellos.
El suceso que parece absurdo e inexplicable, aconteció hace algunos meses en uno de esos pueblos que se encuentran en la parte norte de Nuevo León, a la vera de la carretera a Reynosa, allá por donde surgen historias y tragedias como la de Laurita Garza.
Este juego mortal cobró la vida de un jovencito de 15 años y dejó graves heridas a su novia. Aunque ella no murió, sí sufrió lesiones y fracturas en todo el cuerpo; su mandíbula se desprendió, su rostro quedó desfigurado, luego de que perdió todos los dientes y quedó marcada física y psicológicamente por el resto de su vida.
Aunque el percance fue muy aparatoso, ningún medio publicó la noticia, tal vez porque ocurrió en horas de la madrugada, excepto las redes sociales del círculo familiar y de amigos donde muchos lamentaron el accidente, pero sin profundizar en los motivos.
Los comentarios que hacían los vecinos sobre la tragedia eran escuetos y quizá reflexivos: “Alguien tenía que morir” . Tal parecía que en la frase se encontraba la razón que propició la muerte de Laureano.
Sin embargo, en aquel pueblo chico y de infierno grande, nadie se atrevía a hablar con claridad, ni tampoco en señalar a un responsable. De hacerlo, podrían causar otra herida más a los padres de las víctimas o a los amigos y vecinos que no tuvieron el valor de denunciar o detener a tiempo aquella peligrosa diversión.
La historia tenía meses sino es que años fraguándose e inició cuando varios jovencitos que gustaban de andar por el pueblo en sus cuatrimotos, se reunían los fines de semana para presumir sus máquinas, pero sobre todo mostrar sus peripecias y lanzar retos.
Primero fueron dos, después tres, cuatro y, en poco tiempo, el grupo aumentó a más de 10, ya que a todos ellos sus padres les habían comprado sus cuatrimotos, las que cada uno fue personalizando para presumirlas.
Fue entonces cuando los adolescentes, que tenían entre 14 y 17 años, idearon nuevos retos: circular por caminos abruptos, competir dentro del río, jugar carreritas en brechas, correr a campo traviesa por los barbechos o entre las labores con cientos de pacas de zacate diseminadas aún por el campo para demostrar sus destrezas y como siempre, hubo ganadores y perdedores.
Pero aquella adicción a las emociones fuertes fue creciendo cada vez más, ya que aquella pandilla motorizada se comportaba más audaz y más intrépida cuando tenían ocasión de encontrarse para lanzar nuevos desafíos.
Adrenalina les circulaba por todo el cuerpo. Entre mayor y riesgosa era la audacia, más grande era el goce y los jóvenes lo contagiaban a sus novias o amigas cuando se los platicaban, así que los retos cada vez fueron más peligrosos, incluso a costa de su integridad física, ya que muchos tuvieron caídas que les ocasionaron fracturas.
Las tardes de diversión para aquel grupo de jovencitos motorizados continuó por mucho tiempo; todo el pueblo los miraba cuando en sus llamativas y ruidosas cuatrimotos daban vueltas y vueltas alrededor de la plaza principal y también cuando aceleraban para lucirse con sus guapas acompañantes.
Aunque ya estaban rebasando los límites de la prudencia, sintieron que les faltaba ejecutar una maniobra más emocionante.
Fue entonces cuando a Federico, un chico de 16 años, se le ocurrió una idea que dejó atónitos a todos los adolescentes. Se trataba de atravesar la carretera en la cuatrimoto a máxima velocidad, de noche y sin luces.
Es decir, jugar con la muerte, pues aunque la carretera de acceso a la cabecera municipal no era muy ancha, circulaban vehículos en ambas circulaciones.
Varios de ellos, aterrados, dijeron que era muy peligroso. Para animarlos, quien propuso la impertinente idea alardeó y dijo que sería el primero, pero con la condición de que todos aceptaran.
Ante la “valerosa” propuesta de Federico todos dijeron que sí. A escondidas de sus padres, los chavos, en su primera vez, se reunieron a las 10 de la noche en una oscura y solitaria brecha, midieron distancia. 100 metros antes atravesar la carretera.
Federico alistó su cuatrimoto, los demás, junto con sus acompañantes, se miraban nerviosos, pues bien sabían que con aquel reto suicida todos arriesgaban su vida.
Y en medio de la oscuridad y el silencio se escuchó el rugido del motor de la cuatrimoto de Federico... todos miraron las luces del frágil vehículo que se dirigía al infierno... o a la gloria.
Cincuenta segundos tardó la agonía. Federico se encontraba al otro lado de la carretera, triunfante y feliz. ¡Lo había logrado!
Los chavos, felices, gritaron y abrazaron al intrépido vencedor... Y a partir de esa noche, cada semana realizaban el peligroso evento que, para fortuna de todos, durante muchos meses todos le ganaban el reto a la muerte.
El “juego mortal” se hizo tan famoso en el pueblo, que en lo oscurito y a la distancia, muchos vecinos acudían a presenciar el riesgoso juego juvenil.
Una de esa noches, Laureano, que ya había realizado el juego en dos ocasiones, le dijo a su novia Alicia que lo acompañara y aunque ella se negaba, al final logró convencerla.
Todos se asombraron de que por primera vez hiciera el reto en pareja, pero como sabían que Laureano era muy diestro, se unieron al júbilo.
Los adolescentes, ambos de 15 años, arrancaron montados en su cuatrimoto. Laurano aceleró, Alicia se sujetó.
Pero al llegar a la carretera un estrepitoso ruido se escuchó: El frágil vehículo voló por los aires al igual que Laureano y Alicia. Él murió destrozado, ella quedó con el rostro estampado en el pavimento, la mandíbula dislocada, sin dientes y fue levantada inconsciente.
Los demás jovencitos, asustados, huyeron del lugar para en silencio, refugiarse en sus casas. Algunos testigos hicieron lo mismo... solo una voz, la que atinó a llamar a la Policía para informar de la tragedia, se atrevió a decir cuando pidió el auxilio: ¡Alguien tenía que morir!