Ya pasamos de los 156,136 homicidios dolosos registrados en el sexenio de Peña Nieto. Este sexenio, el de López Obrador, será el más violento de la historia del país. No sirvieron los llamados del presidente para que los delincuentes recapacitaran sobre su actuar, o las advertencias de que serían acusados con sus mamacitas o con sus abuelos; tampoco sirvió mandarlos al carajo, ni los muchos “fuchis, kakas y wacala”, con los que refería a los delincuentes desde el atril presidencial.
López Obrador ofreció en diciembre del 2018 que en seis meses iba a serenar al país, “me canso ganso”, dijo en forma socarrona; también prometió dejar de llamarse Andrés Manuel, si no pacificaba al país. Han pasado cuatro años seis meses de este sexenio y hay zonas completas del país que están literalmente sometidas por los criminales, donde se vive una paz narca, o los actos de violencia y las masacres no cesan.
La estrategia de “abrazos no balazos” es un rotundo fracaso. El dejar de perseguir a los criminales solo provocó que se empoderaran. El saludo de mano a la madre del Chapo; las constantes deferencias y expresiones positivas sobre delincuentes; las referencias a que los delincuentes se “portaron bien en las elecciones”, o “que no detienen a los Siervos de la Nación”, parecería que existiera un pacto implícito de impunidad para los criminales.
El Congreso le aprobó más presupuesto para sus programas sociales, para evitar que los jóvenes fueran atraídos por los criminales; le aprobaron la creación de la Guardia Nacional y de la Secretaría de Seguridad Ciudadana; también le aprobaron la extensión de prisión preventiva a muchos delitos, sin embargo, ante el fracaso, se sigue culpando al pasado.
Es evidente que este gobierno ha abandonado la obligación constitucional de defender y proteger a los ciudadanos. Se dejó de fortalecer el Estado de Derecho y a las instituciones. A 16 meses de que termine el sexenio, seguimos con un promedio de 80 asesinatos al día y los desaparecidos suman ya más de 110,777. La tragedia continúa.