
“Qué bonito y qué bonito es andar en la parranda a la luz de las estrellas y al compás de las guitarras, disfrutando de la vida entre penas y canciones con el alma hecha pedazos, pero hablando de ilusiones…”.
Qué bonito y qué bonito es leer estos versos en los que la transparencia del sujeto lírico asume su condición; rodeado de algunos símbolos cósmicos y otros urbanos canta su dolor sin perder las ilusiones.
Esta canción que data de 1955 se titula “A los quince o veinte tragos”, ambiguo, verdad; el poeta utilizó la metáfora o esos tragos son parte de la literalidad. La parranda, la fiesta, la catarsis se vive en lugares abiertos desde tiempos inmemoriales. Tales acontecimientos son manifestaciones palpables de la necesidad de purificar el alma. De ahí las saturnales, las dionisiacas y en la actualidad el carnaval que acaba de terminar. El año pasado, por estas fechas, hice una relación entre las canciones y esas fiestas. Ahora me gustaría que entráramos en esos recintos sagrados que se llaman cantinas y que en otros tiempos eran espacios exclusivos al género masculino.
Quizás no exagero al decir que la cantina, independientemente de sus funciones, en aquel ayer era el templo de los despechados. La definición más precisa y puntual la encuentro en las líneas que Carlos Monsiváis escribió:
“…es el dispositivo del alma en pos de los paraísos infernales. Y en la Cantina de los arquetipos, la habitable a la tercera copa, se acerca a la mesa el inmejorable coro griego que le da forma a las desdichas, me refiero por supuesto al mariachi, el grito histórico que celebra México, el de la infelicidad a raudales donde vibran el relajo y la expiación”.
Y, sin embargo, cada cantina en José Alfredo es distinta y emblemática para el parroquiano que la frecuenta. La primera que me viene a la mente es la que se ubica en “Tu recuerdo y yo”:
“Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí; me están sirviendo ‘orita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti…”. Ni el alcohol podría distorsionar la nitidez de esta imagen, los versos la encuadran como el mejor fotógrafo, no sobra ni falta ningún elemento, inclusive los puntos suspensivos permiten al lector, no solo enfocar la escena, sino viajar en la ensoñación de sus propios recuerdos.
En “Las botas de charro” la intención de mi padre es muy distinta, porque si pensamos que la cantina durante largo tiempo fue el cosmos secreto de los machos, el confesionario del desamor, el espacio en donde esos hombres podían derramar lágrimas por las ingratas, “llorar y llorar…” entenderemos que traspasar sus puertas, como un rito de paso, le daba al forastero pertenencia, por eso canta: “Y ahí te voy a quebrar mi destino y en una cantina cambié mis canicas por copas de vino…”. En esta metáfora son evidentes las dos direcciones ya que de alguna manera nos lleva a entender el paso hacia la madurez, pero también remite al oyente a observar que el novicio ya es parte, ha traspasado el umbral de ese mundo y ha sido admitido.
Las cantinas son también sitios en donde suceden las grandes transformaciones, favorece a la alquimia el entorno, los líquidos fermentados, las canciones, los olores que se mezclan en el ambiente y el público que lo habita. Por tales razones debe haber un perito conocedor o nigromante que guíe a sus convidados como en el tema que se titula “El cantinero”: “Cantinero que todo lo sabes, he venido a pedirte un consejo, pero quiero que tú no me engañes, no me digas que no eres parejo… Cantinero que todo lo puedes, no me tengas respeto ni miedo; tú me das un balazo, si quieres, yo aunque quiera pegarte no puedo”.
No obstante, la gran metáfora de José Alfredo se despliega en “La sota de copas”, un corrido con estructura canónica que canta con desparpajo su cosmovisión: “El mundo es una cantina tan grande como el dolor…”. El dolor recurrente que se drena en esos paraísos infernales, arquetipo que es principio y da forma a la visión que vivimos en este espacio, define y delimita; aunque volvamos a caer en los mismos errores, a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores. Quizás, es esa la razón por la que “El borracho” le grita al cantinero: “¡Vámonos a otra cantina!”.
Paloma Jiménez Gálvez*