La fecha trajo a mi mente uno de los libros más divertidos que he leído en mi vida: Las intermitencias de la muerte.
Esta historia, narrada por José Saramago, acontece en un pueblo sin nombre, donde la muerte decidió dejar de trabajar. La suspensión de su quehacer puso fin al inevitable destino de enfermos terminales, accidentados y ancianos postrados.
Sin embargo, la alegría de aquel extraño capricho no duró mucho. Pasaban los días y los enfermos terminales seguían en casas y hospitales lamentando su agonía. Los accidentados, sin mejora alguna, mantenían sus signos vitales en salas de terapia intensiva, impidiendo la atención de nuevos pacientes. Los asilos de ancianos se abarrotaron. Las compañías aseguradoras modificaron sus contratos; quien llegara a los 80 años cobraría su seguro o renovaría su póliza por otros 80 años más. El impacto en las funerarias y crematorios trajo efectos aún más complejos.
Como no había muertos que velar ni cremar, el negocio funerario se centró en la velación de mascotas. La inaudita práctica enloqueció a la curia. El receso de la huesuda, paradójicamente, ponía entre signos de interrogación uno de los mayores misterios difundidos por la Iglesia católica. Sin muerte de por medio, ¿cómo explicar el fenómeno de la resurrección? ¿Qué motivación terrena tendrían las y los católicos para ganarse la vida eterna en el cielo?
Para no interrumpir la historia de su propia salvación, quienes pudieron, aprovecharon la oscuridad de la noche para cruzar la frontera y llegar a países donde la parca aún mantuviera su actividad habitual. El gobierno reaccionó instalando retenes militares en las carreteras para detener a cualquier sospechoso de tráfico de enfermos terminales o personas agónicas. Ni tarda ni perezosa, la mafia ofreció sus servicios. Cruzaba la frontera con un moribundo y regresaba con un cadáver que entregaba a los deudos a cambio de una fuerte suma de dinero. El caos se desató cuando policías, soldados, gobernantes y diplomáticos abultaron la lista de afectados.
Justo en este punto, Saramago da un giro al relato. La muerte decide retomar su tarea enviándole una lacónica carta al presidente de la república, donde explica su nuevo modus operandi: la o el elegido recibirá una notificación anunciándole el fatal momento.
No le cuento más, mejor lea el libro y, en el ínter, piense y pregúntese si en este momento tiene todo al día y en orden para recibir una cartita de estas.