El pene, históricamente, ha sido idolatrado y satanizado. Civilizaciones antiguas fueron falocéntricas; dioses que emitían su semen con un poder capaz de crear a la humanidad entera.
Pero todo eso ha quedado prácticamente atrás.
También esa lucha encarnizada de Freud con los médicos de su época, en que el psicoanalista proclamaba al pene como responsable del bienestar de la humanidad y, en particular, de las relaciones de pareja; eso ya quedó, prácticamente, en el olvido.
Las luchas de género feministas, triunfantes al demostrar que la penetración no era indispensable para llegar al orgasmo, de hecho, el clítoris femenino se valía por sí mismo para obtener placer, dejando de lado la supremacía del pene.
Sin embargo, fue la ciencia que se adueñó finalmente de todas esas intrigas y misterios respecto al pene.
El descubrimiento de sustancias que podían aumentar la erección, es decir, asumiendo el control sobre un órgano que hasta entonces parecía indomable.
Estos medicamentos rompieron el paradigma de que el pene se rige solo, como un ente independiente del resto del cuerpo humano, fue destronado finalmente.
Se dejó de lado la religión, la lucha de géneros y el psicoanálisis de pene, para dar comienzo a una era moderna cuyo objetivo es alcanzar la erección suficiente para una realización sexual placentera de pareja.
Sin más embrollos ni complicaciones, desaparecieron los emplastes, los trasplantes testiculares de mono, las dietas de testículos de toro, las descargas eléctricas.
Hoy predomina el uso de medicamentos que promueven el llenado de sangre de los cuerpos cavernosos del pene.
Muy pocos optan por el uso de prótesis, que se colocan por medios quirúrgicos, a base de insuflación de aire.
En la actualidad es cierto, el pene ha sido desmitificado.
Con ello se dio paso a una visión más práctica, que vio nacer a la industria de la erección.
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