La recién aprobada Ley Gobernadora de San Luis Potosí ha sido objeto de una ofensiva digna de un equipo del Super Bowl. En la opinión de hombres y mujeres que se han manifestado en contra, desde su posición como dirigentes partidistas, periodistas, columnistas, líderes religiosos, entre otros, ha sido calificada de innecesaria, de “aberración democrática”, una reforma que “excluye a la mitad de la población” y ejemplo de “discriminación inversa”, una categoría que, en términos jurídicos y de derechos humanos, simplemente no existe.
Sin embargo, las voces de quienes hoy se rasgan las vestiduras ante la “aberrante discriminación inversa”, no se escucharon cuando se postuló reiteradamente a hombres con antecedentes de violencia, ni cuando se excluyó a las mujeres de ayuntamientos y gubernaturas con mayor competitividad electoral y política o cuando se normalizó que las mujeres hicieran campaña sin financiamiento. Ahí no hubo indignación en nombre de los principios democráticos ni de la igualdad.
Este fenómeno no es nuevo. Cada vez que una acción afirmativa poner en “riesgo” privilegios históricamente naturalizados, estas descalificaciones forman parte del discurso de los “agraviados”. Desde esa lógica, quienes se sienten afectados en sus derechos por una supuesta discriminación, han olvidado el contexto de desigualdad estructural que dio origen a la reforma, por lo que argumentar que estas reformas no son necesarias es desconocer cómo opera el poder político.
Precisamente por ello, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer vincula a los Estados Parte para “[…] asegurar que haya igualdad de resultados o de facto: igualdad sustantiva. Para alcanzarla, es necesario que las leyes y políticas garanticen que las mujeres tengan las mismas oportunidades que los hombres en todas las esferas de la vida, lo que implica que el Estado tiene la obligación de garantizar las condiciones para ello y de remover todos los obstáculos para que la igualdad se alcance en los hechos”.
Ahora bien, con la llamada Ley Gobernadora, si bien es cierto, existe un riesgo de instrumentalizar el discurso de género para perpetuar prácticas patrimoniales del poder, como la pretensión de “heredar” cargos a familiares, el problema no nace con la paridad; sino del patriarcado político que concibe el gobierno como propiedad privada y que se ha convertido en el verdadero verdugo de los ahora “agraviados”. Paradójicamente, reformas como la Ley Gobernadora, lejos de debilitar la democracia, al garantizar la igualdad sustantiva, la fortalecen.
En consecuencia, el debate no debe centrarse en la alternancia de género, sino en la ausencia de controles democráticos efectivos al interior de los partidos políticos contra el nepotismo y para garantizar las condiciones para alcanzar la igualdad sustantiva en el acceso a los cargos públicos.
La alternancia de género, por tanto, no constituye una aberración democrática, sino una respuesta institucional a una democracia distorsionada. En este contexto, el discurso que confunde abusos patriarcales con la paridad es solo la manifestación de un poder en modo víctima que ve en riesgo sus privilegios.
¡Felices fiestas de fin de año y próspero 2026!