Recala mi pluma de nueva cuenta en las páginas de Cultura. Se esperará que dedique este espacio a discurrir sobre el quehacer cultural, como hiciera otrora. Pequeño problema: hace seis meses que no hay en el mundo demasiado digno de ese nombre.
Hará hoy 175 días que —excepción hecha de mi mujer, mi perro, mi gato y algunos prestadores de servicios— no tengo contacto con seres vivos más que a través de una pantalla. Por ese medio he sido testigo de intentos valerosos pero anecdóticos por adecuar el hecho artístico al distanciamiento social. Alguno ha llegado a conmoverme, sí, pero más por su ingenio para sortear las limitaciones que por su capacidad intrínseca para detonar ideas o concitar emociones. No niego que quepa la posibilidad de que de esta circunstancia surja un nuevo lenguaje, distinto al del teatro, la sala de conciertos, el museo, el cine o la televisión pero igual de rico y digno. Esto, sin embargo, no ha sucedido aún: lo más que ha podido arrojar la magra producción cultural del mundo en estos meses son dizque obras de teatro, casi conciertos, remedos de exposiciones, programas televisivos ersatz, nada de cine.
Sobre lo escrito este año hay también poco que escribir, ya solo porque han sido pocos los libros publicados y porque, de esos, casi ninguno logra interperlarnos a propósito de lo que vivimos y nos urge significar. Cierto es que el filósofo Slavoj Zizek ha entregado ya un primer ensayo sobre la pandemia pero también que poco nuevo dirá a quienes ya hemos seguido sus colaboraciones en Russia Today —de las que abreva— y que de poca distancia histórica o emocional goza él (como todos) para hacer sentido del presente. Más me intriga el tomo de Bernard-Henri Lévy sobre el mismo tema (y prometo ocuparme de él aquí), ya solo por estar integrado por material original. Pero otra vez se antoja imposible hacer una reflexión fértil in medias res sobre una situación que sigue trastocando la economía, la política, las sociedades y, sí, la cultura.
Tiempos interesantes, diría aquella presunta maldición china. No sorprenda que su carga ominosa se exprese con un adjetivo singularmente vacío de significado.