El francés Bernard-Henri Lévy ha entregado hace unos días uno de los primeros ensayos sobre la actual pandemia. Este virus que nos vuelve locos es un texto por fuerza breve y apresurado que sin embargo plantea preguntas pertinentes (y acaso impertinentes) para este momento.
Su idea central es que nos amenaza no solo un virus sino lo que llama el virus del virus: contagio ideologizado que llevaría a algunos —a siniestra como a diestra— a leer una admonición contra los excesos humanos —a saber si los de la globalización, los del capitalismo, los del extractivismo o los de la moral— donde no hay sino un patógeno submicroscópico, carente de inteligencia. “Los virus”, recuerda el autor, “son tontos; los virus son ciegos… no hay, en consecuencia, ‘buen uso’, ‘lección social’ o ‘juicio final’ que esperar de una pandemia”. En ese punto, mi acuerdo es absoluto.
Más problema tengo con otra de sus tesis: la condena en redondo a quienes se dicen felices en el confinamiento. Tiene razón en afirmar que hay en esa postura “un insulto a quienes no tienen casa en que quedarse” o “a los pobres entre los pobres, que tienen ciertamente un hogar, pero tan precario que… no pueden sino aspirar a salir de él”. Donde creo que BHL acusa sesgo generacional es al contraponer una noción husserliana —por demás correcta— del yo como accionar que habita el mundo, lo constituye e intercambia con él con la práctica de quedarse en casa para minimizar el potencial de contagio.
En otro capítulo, el autor afirma, no sin razón, que “el infierno” es vernos “reducidos a nuestra vida de cuerpo”. Sea. ¿Por qué precisaríamos entonces de un cuerpo para habitar el mundo? Si algo nos ha mostrado el confinamiento es que no necesitamos exponer el cuerpo a otros para participar de la vida: que son posibles la discusión, la política, la fe, los lazos de amistad o de familia, a distancia.
Para ser en el mundo, debe antes haber ser y haber mundo. Para vivir la vida, es menester primero preservarla. Hoy, de sernos posible, la mejor ruta para ello es el confinamiento. No replegarnos sobre nosotros mismos: guarecer nuestro cuerpo en una casa con ventanas abiertas al mundo.