Vergüenza causan todos esos mensajes que, como parte de las campañas electorales, asocian a los candidatos con resultados obtenidos a través de programas sociales. Los estrategas políticos se esfuerzan por crear en la mente de electorado un vínculo entre la bondad de los apoyos a los sectores más vulnerables de la población, y el personaje en cuestión.
En países con una cultura democrática avanzada, además de constituir un delito, quien hiciera uso de tales artilugios no ganaría simpatías, por el contrario, sería sometido al escarnio público.
Pero no en México. Aquí se aprovecha para resaltar los beneficios de cualquier acción institucional y se recalca que tales ocurrieron durante gestiones previas de los ahora candidatos. Poco importa si tales iniciativas hubieran tenido lugar de igual manera, independientemente de quien estuviera al frente de las instituciones.
Lo más lamentable es que esa narrativa permea entre los sectores más vulnerables y poco informados de la sociedad, lo que crea un caldo de cultivo altamente propicio para el clientelismo político.
Pocos son los que no han caído en el pragmatismo voraz de obtener simpatías de aquella franja cautiva de los apoyos sociales.
En las últimas semanas, en las comunidades rurales que he podido visitar, los adultos mayores adjudican al actual presidente la pensión no contributiva que mensualmente reciben. No es sino hasta que se les ayuda a aclarar la memoria que logran recordar que ese tipo de beneficios tiene al menos dos décadas operando.
Las campañas políticas deberían incluir también la advertencia a que hace referencia el artículo 28 de la Ley General de Desarrollo Social: los programas sociales son públicos y no pertenecen a partidos políticos. Porque la política social debe ser eso: social. Nunca un patrimonio de determinado instituto político. Aunque así lo quieran hacer creer.