Estaba escuchando las tocatas de Johann Sebastian Bach que estudiaba con mi profesor de órgano en el Real Conservatorio de Madrid, el gran compositor, Jesús Guridi, cuando supe que iba a ser invitado y premiado en unas jornadas de la industria de la música, y que por fin las grandes organizaciones estaban reconociendo lo esencial, la materia prima de esta industria: la canción. El autor siempre se movió en la sombra, porque la canción ha sido siempre del cantante, del intérprete, como el kikirikí es del gallo. Sólo aquellos pioneros llamados cantautores, porque las grababan y actuaban en vivo, eran dueños de sus canciones. Ahora proliferan cada vez más los cantantes-estrellas que interpretan sus propias canciones, la mayoría porque comprobó en las redes que no es necesario ser Quincy Jones, ni Caruso, ni tener un palmito deslumbrante para triunfar en el ramo, lo que hace que cada vez se vean más estrellas estrelladas con deplorables aspectos… Pero de esta manera, al ir el crítico y el fanático detrás de su ídolo, y saber que la canción que canta es de él mismo, han comenzado a interesarse por ella y a valorarla junto con su voz, comprobando el peso específico de cada una de ellas. Cuando en los Grammy de Sevilla Rosalía impactó universalmente interpretando mi “Se nos rompió el amor”, seguida del reguetón, el trap, el hip-hop y el drill de moda, los críticos y los fans no tuvieron más remedio que pensar que detrás de aquella flor que no duraba dos primaveras había otra clase de autor; ni mejor ni peor, pero otra clase de autor.
La canción no se podía librar de la corriente social que nos arrastra; lo que presagiaba en el segundo tercio del siglo pasado Ortega y Gasset en su Rebelión de las masas ya es una realidad palpable al chapotear esas masas en el inmenso océano digital, donde imperan el todo vale y la relatividad galopante que vivimos, océano que nos ha traído esa canción que viene acaparando nuestra atención por encima de todos los demás estilos. Todos sabemos a qué clase de canción nos referimos: esa canción que nació en la América de habla española y que reina por su verdad, por su autenticidad, por su facilona música y su elemental palabrerío de barrio y gueto marginado. Nace al verse sus autores dueños de sus destinos, al tener en sus manos el medio idóneo para hacer realidad y difundir su sueño, su canción, su mensaje, su improperio. Así son y así hay que aceptarlas.
Estamos oyendo en Cincinnati, en Querétaro y en Bilbao lo que sólo se oía antes entre ‘pelaos’ y pandillas en los barrios más profundos de San Juan o Barranquilla; y no sólo está para quedarse, sino que ya hay una legión de cantantes-autores que escribían pulcras y bellas canciones y que están entrando por el aro, emulando ritmo, melodía y letra para no quedarse en el banquillo… Sin ir más lejos, hasta yo, a estas alturas, he caído en la trampa y le he escrito a una nieta que autotunea una letra que se acerca bastante a las bellezas que se escriben: “Pero tú de qué vas;/ vas de lerdo o licenciao,/ de currante o diputao,/ virtuoso o depravao;/ vas de Llosa/ o vas de Marx,/ de qué vas,/ de qué vas…”. El autotuneo es el medio de grabación que utilizan para enmascarar y enturbiar palabras y música, para que nada se oiga con claridad meridiana: ni lo que se toca ni lo que se canta.
A la sombra de todo esto, el cantante-autor, más ocurrente que inspirado, se encierra en su cuarto de estar, o en el más avanzado estudio de grabaciones, con algunas ideas más o menos hechas, y convocando a un buen técnico de sonido, un autor-arreglista profesional y un sinfín de ocurrentes colaboradores. Van calentando motores y aportando uno a uno sus revolucionarias ideas, que no son otras que ese ritmo que se baila, esa armonía que se lleva y la palabra justa y a tiempo, sin lavar ni limar, con la que se identificará el gentío que espera al otro lado del iPhone al quedar extasiado oyendo un “nos vamos a enganchar como perros”, un delicado “vete a la mierda, muñeca” o, sin ir más lejos, un “te follaré hasta que me quieras”, que es lo que va diciendo Yves Tumor en una de las canciones del nuevo álbum de Rosalía, lo que me ha hecho ver lo equivocado que yo estaba al decir que “se nos rompió el amor de tanto usarlo”, cuando es al contrario: cuanto más lo usamos, más vamos a amarnos. En esas grabaciones, al final, todos felices, gritarán un jubiloso “quedó de puta madre”, y directamente a los Billboard o a los Grammy.
¿Volverá la canción renovada, bella y armoniosa? De momento no hay vías ni motivos para esperar tal esplendor, pues las compañías discográficas, que hacían de termómetro de la calidad del producto y, a la vez, de modus vivendi del autor, al no vender ese producto o canción, regalada por el medio digital que lo almacena en su nube, abandona la canción o, mejor dicho, se la arrebata el medio digital que la usa como alada moneda de cambio para sus transacciones, a cambio de la exhaustiva promoción de ese sonido, que aprovecha la compañía para vender, como churros, la actuación de la estrella, o mediocre, que la cantará, en cualquier escenario existente.
La canción ha pasado a un segundo plano. Es sólo eso: una moneda de cambio en manos de las plataformas digitales, y como tal va de mano en mano y no de corazón a corazón, como siempre fue. Para qué vamos a exigir calidad y belleza si son canciones que pasan rápido; canciones de escuchar y olvidar, y en todo caso, de memorizar rápido para, en eso que llaman “conciertos”, desahogarse desgañitándose, cantándola por encima de su ídolo, a quien apenas escuchan, y además aturdidos por el estruendoso sonido que enturbia cualquier arte posible, excitando y acelerando el corazón más imperturbable.
Todo ha cambiado. Mi equipo de sonido majestuoso y envolvente, junto al que con avidez me recogía para escuchar en la soledad lo último que adquiría, y sentir cómo se erizaba mi piel y se agitaba mi corazón, arrumbado y olvidado está, e infiel le soy. Ya soy feliz con un sonido de lata de sardinas, mientras camino por el jardín, y yendo, en 30 segundos, de Beethoven a Leiva, de Brahms a Alborán y de Alban Berg a lo último de mi ahijado Alejandro Sanz. Y del amor, tan necesario en otros tiempos para escribir, qué les voy a contar… Si el deseo no es ya el deseo, ni los celos son los celos, ni la espera es la espera, ni el preámbulo es el beso, ni se muere de amor en la distancia…
¿Es imparable esta corriente? Creo que sí. El mundo digital no ha llegado a su fin: se establecerán nuevas fórmulas que cambiarán todo escenario existente. Sin ir más lejos, ahí tenemos cada vez más actuante a la inteligencia artificial, que precisamente creo que será, una vez desbordado el vaso, la que nos haga despertar al dejarnos cruzados de brazos y encontrarnos solos ante nuestra esencia, y ver, avergonzados, que hemos dejado de soñar con las estrellas… Y vuelvo de nuevo a escuchar las tocatas de Johann Sebastian Bach. Él sí que tocaba a las mil maravillas todo lo que tocaba.