Las identidades nacionales y las ideologías políticas requieren de la construcción de mitologías que den sentido de origen y destino a sus imaginarios colectivos. Los mitos son protagonizados por héroes divinizados, que se confrontan con malignos villanos que sirven de contrapunto a las virtudes de los fines valederos: la Causa, la Nación, el Destino Manifiesto, el Socialismo o cualquier móvil “superior”.
Para recrear esas gestas y héroes mitológicos hemos inventado los monumentos: estatuas, obeliscos, altares, bustos, retratos, mausoleos y demás elementos que materialicen los rituales propiciatorios. Los nacionalismos y las ideologías hacen un uso intensivo de esos recursos: en la Unión Soviética hasta momificaron al pobre Lenin, y recrearon su imagen ad nauseam en los espacios públicos. ¿Qué sucedió cuando cayó el socialismo real? Los monumentos fueron los primeros en besar el suelo. Lo mismo sucedió con la iconografía de otros tiranos y sus ideologías alrededor del mundo.
En México no somos ajenos al fenómeno iconoclasta: al decaer un paradigma sus símbolos son de inmediato atacados o destruidos. Así sucedió con el monumento a Colón en el Paseo de la Reforma: al decaer el hispanismo conservador y emerger el indianismo beligerante de las nuevas izquierdas woke (“despiertas”), la pura imagen del navegante se convirtió en blanco de los odios irracionales de los que creen que la historia se juzga —no se explica— desde los parámetros del presente.
El reciente retiro de las —por demás horribles— estatuas del Che y de Fidel de una plazuela de la CDMX se explica bajo la misma lógica. Dos personajes históricos son juzgados desde una ideología, no desde su trascendencia para la historia de América Latina. De desmontan porque el primero fue un asesino —que sí lo fue— y el segundo un tirano —que también lo fue—; pero no porque sean intrascendentes para la historia de la ciudad. Yo los hubiera dejado ahí, expuestos y vulnerables a las opiniones de admiradores y detractores. Al final es positivo que se debata con libertad sobre los broncíneos personajes. Ni modo: han sido víctimas de las persecuciones simbólicas de la intolerancia, en este caso de derecha, pero de las que no es ajena la izquierda que representan.
El espacio público debería ser esfera de la libre expresión. Eso incluye a los monumentos, las pintas, las manifestaciones y la creación artística con mensaje. Por supuesto yo abogo por el respeto a los derechos de terceros, y no justifico la violencia física. Pero bajo un entorno civilizado, yo vería bien la convivencia de los símbolos contrapuestos. Cada club de fans debe ser libre de expresar sus filias y fobias sin mayor límite que el derecho del otro a hacer lo mismo.
En lo local, la ciudad de Guanajuato se ha convertido con el tiempo en una galería escultórica al aire libre. Recién se ha desatado una polémica, no por materia ideológica, sino por quién es la autoridad que debe definir qué se instala y qué no en la vía pública. El gobierno federal, a través del INAH, opina que algunos monumentos no se instalaron con su venia, por lo que deberían ser retirados; el municipio panista se adjudica esa facultad. Es cierto que algunas esculturas son debatibles por su estética, como la polémica “giganta” de José Luis Cuevas, o las imágenes del “estudiantino”, el “mariachi” y el “pintor gordito” como se les apoda. Pero aquí también debe privar la libertad estética. Siempre y cuando no estorben, bienvenidos.

* Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León