En el canto XVIII de la Ilíada Tetis va con el herrero Hefesto para que le arme un escudo a su hijo Aquiles. Hefesto lo labra con imágenes de vida cotidiana. Hay fiestas, bodas, festines. Hombres en un mercado que presencian la disputa por un asesinato. Una ciudad sitiada y los incidentes de la guerra entre quienes la defienden y quienes quieren saquearla. Campos fértiles y arados que los surcan. Escenas de vendimia y banquetes. Dos leones que apresan a un toro y pastores que ven impotentes el hecho. Un valle encantador y brillantes rebaños de ovejas. Mujeres y hombres jóvenes bailando. Así transcurre el mundo.
En 1952 W. H. Auden publicó El escudo de Aquiles. Ahora en las imágenes que labra Hefesto Tetis ve cielos de plomo y alambres de púas. El centro del poema o del escudo: en un campo de concentración unos guardias hacen que avancen “tres figuras pálidas” y las atan a tres postes bien clavados en la tierra. Una multitud de personas comunes y decentes ven desde afuera lo que ocurre sin moverse ni hablar; sin esperar ayuda y sin poder prestarla a los ejecutados. “Perdieron su orgullo —dice el poema—, y murieron como hombres antes de que murieran sus cuerpos”.
Hace tiempo pensé que el escudo mexicano de Aquiles tendría imágenes de cadáveres colgando de un puente y abajo un vendedor impasible con su carrito de hamburguesas. O una cabeza cercenada sobre un taxi. Miembros de un cuerpo sobre una carretera. Manos y pies con alambre de un cuerpo calcinado. Ahora pienso más bien en Tetis, mujer y madre, y en dos imágenes.
En el centro del escudo un poderoso en un palacio le niega acceso a una mujer que ha venido a tocar sus puertas para entregarle una pala “que nunca debió estar en mis manos ni debió sentir los huesos romperse de los cuerpos que ha desenterrado”. Y en otra imagen varios hombres con armas brutales apuntan contra una mujer arrodillada; hacen que se humille ante una cámara. Más tarde la ejecutarían. La mataron como mujer antes de matarla corporalmente.