Abril es el mes de la aceptación del autismo, de la afirmación de la existencia, la dignidad y los derechos de las personas autistas. En ese marco es necesario señalar los discursos que, desde los lugares de autoridad y poder, siguen asociando el autismo con enfermedad, sufrimiento y tragedia.
Discursos como los de Robert F. Kennedy Jr., jefe de un gabinete de salud pública de uno de los países más poderosos del mundo y una de las voces más conocidas del movimiento antivacunas.
En sus declaraciones recientes señala que “el autismo destruye familias” y que es una “enfermedad prevenible”, insistiendo en el mito desacreditado de que las vacunas están vinculadas al aumento de casos de autismo.
En 1998, el médico Andrew Wakefield publicó un estudio falso que relacionaba la vacuna triple viral con el autismo. Años más tarde se descubrieron sus conflictos de interés y manipulaciones; aunque el artículo fue retirado y su licencia fue revocada, el daño estaba hecho: los niveles de vacunación cayeron, los brotes de enfermedades prevenibles aumentaron, y el miedo al autismo -más que a las propias enfermedades- se instaló en el imaginario social.
Ese miedo es, en sí mismo, capacitista. La verdadera raíz de muchos discursos antivacunas no es la preocupación por los efectos secundarios, sino el terror social a tener un hijo autista. Como si la vida autista fuera indeseable, como si fuera peor morir de sarampión que vivir con un cerebro que funciona distinto.
Las declaraciones de Kennedy instrumentalizan ese miedo, apelando a la desconfianza hacia las instituciones de salud y desvirtuando los criterios éticos y científicos. El enfoque alarmista y medicalizante que convierte el autismo en una desgracia por evitar no solo es erróneo: es violento. Relega a las personas autistas a un lugar de sufrimiento, las convierte en daño colateral de una narrativa en la que nunca se les pregunta cómo quieren ser nombradas, reconocidas o incluidas.