La música es el arte y la ciencia de combinar sonidos y silencios de una manera agradable al oído. La definición me la aprendí de memoria, —como todo aquello que me apasiona—. El disco duro de mi cerebro alberga una cantidad desmesurada de letras, melodías y armonías de todos los géneros. Mi abuelo era el director de la Orquesta Sinfónica de Nicaragua y un gran violinista. En la generación de mi bisabuelo —los tres hermanos—, y en la de mi tatarabuelo, —los once hermanos— fueron músicos virtuosos. La herencia familiar no se puede encubrir.
Existe una sociología de la música y uno de sus grandes estudiosos fue Theodor Adorno. Apuntó que en la música se expresan de manera concreta las relaciones sociales. Clasificó a los oyentes en seis categorías: el oyente ideal o experto es aquel que identifica técnicamente la construcción del discurso musical, cuenta con una memoria privilegiada. El buen oyente conecta las partes y las inunda de sentido —
entiende la música tan claro como si fuera el idioma en el que habla—. El consumidor cultural —atiende óperas y conciertos— oscila entre el compromiso serio y el esnobismo. El oyente emocional tiene una sensibilidad instintiva y la música provoca sus emociones. Llamó resentido al que siempre vuelve a la música del pasado. El entretenido ambienta con música los espacios. Haciendo un análisis de mi forma de escuchar soy una mezcla de muchos; no consumo la música como rumor, la llevo a todas partes y desengrano su estructura, mueve mis emociones; sí, soy melómana. Los aparatos electrónicos individuales (tabletas, teléfonos, computadoras) han llevado a la música del espacio social a uno personal e íntimo: lo celebro como un regalo invaluable.
Schopenhauer escribió que en la música “todos los sentimientos vuelven a su estado puro y el mundo no es sino música hecha realidad” y por eso se dirige al corazón, puesto que no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza. Ante la aparición de la belleza “nos elevamos a un orden de cosas en el que dejamos de conocer lo particular y alcanzamos el conocimiento de las ideas, de lo inmutable”, por tanto, la música es un lenguaje universal y es hablado —y comprendido— a lo largo de los siglos por ciudadanos de todos los países, “una melodía significativa y muy expresiva recorre enseguida su camino por todo el orbe terrestre, mientras que una pobre e inexpresiva pronto se extingue y desaparece”.
La música es parte de lo que nos hace humanos, dice Byrne, y una parte importante de mi humanidad la traigo en modo play: la película de mi vida tiene banda sonora y la interpreta una orquesta fantasma. Mi cabeza es como el pájaro azul de Rubén Darío, pero en vez de tener adentro un ave, tiene una rocola. Por ello, soy una funambulista entre la vida externa y esa música que siempre me acompaña. Cuando oigo música o toco con mi banda de rock, me domina una sensación de comunión, viaje y libertad.
Vivo en un paraíso particular donde llevo la música puesta, siempre.