En 2007 se desató una competencia televisiva de consumo de whisky: Don Draper, de Mad Men, Canadian Club, contra Hank Moody, de Californication, escocés pura malta. No faltará quien se peine las dos series para contar cada trago bebido y dar un veredicto científico. Menos disciplinado, declaro un empate cuantitativo. Lo cualitativo es otro tema.
Mad Men es en efecto una obra maestra minuto a minuto, y una obra maestra de la tenebra, de lo corrupto del alma. Como todo personaje bien hecho, Draper tiene muchas caras, pero pocas veces la TV ha concebido un alma tan oscura, tan poco dotada de luz. Moody, el escritor que se despidió de la audiencia unos meses antes que el publicista de Madison Av, a fines de 2014, es desde muchos puntos de vista otra cosa. Básicamente, lo es en su propensión a decir la verdad, en su humor eficaz (aunque sobran unos 15 capítulos y donde más se resiente tal exceso es justamente en el humor, a ratos chabacanísimo) y sobre todo en su fibra moral. Porque Moody, violento, promiscuo, alcohólico, es con todo una especie de modelo ético hipermasculinizado: se mantiene fiel a sus hijos, al amor por su esposa (que no a ella) y a sus amigos. Es en muchos sentidos, pues, un sentimental sin sentimentalismos. Draper no: carece realmente de amistades, es ajeno a toda intimidad distinta a la física y resulta dudoso que se guíe por principios morales. Es quizá un psicópata, pues, y sin duda es un personaje de literatura centroeuropea: un hombre sin atributos, como inventado por Musil o Canetti.
Pensaba en estos asuntos el domingo mientras terminaba de ver Californication, poco después de mi último maratón de Mad Men. Qué sensación de pérdida. Y es que ambos personajes también se parecen —por eso resultan adictivos— en que son ejemplos de lo que nos enseña gran parte de la literatura del siglo XX y el XXI: que el gran tema de nuestro tiempo es la capacidad de sobrevivir a ti mismo. Tal cosa son, de fondo, una y otra serie: historias de reinvención personal no en términos de la iluminación, es decir, de encontrar una verdad revelada y abrazar por fin el bien y la felicidad, a la manera de la superación personal, sino en de una negociación interior, o sea, una administración de tus indignidades. En términos del cinismo, vaya.
Veo su sonrisa satisfecha: “Ah, pues igual y sí le trato de caer a mi comadre. Lo sabía: no hay tanta bronca”. Bórrenla. En la vida real, las cosas funcionan de otro modo. El cinismo también es optimista.