Los Estados Unidos se inventaron a sí mismos desde una extraña mutación en el pensamiento occidental: les enorgullecía su capacidad corporal para transformar su suerte: un trabajador podía reunir un capital con su fuerza muscular, ascender de estibador a empresario naviero, de albañil a empresa contratista, de vaquero a ganadero. Y eso era el capitalismo estadunidense en su origen: confianza en uno mismo y en las propias fuerzas. Una especie de Ilustración muscular.
Sarmiento y Kipling descubren por igual que los estadunidenses viven confiados de que el trabajo los sacará de pobres. Era un capitalismo distinto del europeo, construido desde abajo, levantado con las manos y no con la riqueza previa de los burgueses y las clases altas que miraban el sudor como tristeza, la piel tostada por el sol como pobreza, las manos callosas como signo de poca capacidad intelectual. En Emerson y Thoreau, en Melville y London, Whitman y Twain hay una filosofía, una política y una literatura que se vale del cuerpo y respeta sus producciones: que convierte el sudor en dólares. Hay que leer los elogios de Robert Louis Stevenson a Whitman, al tiempo que su terror (y su deseo) ante la corporeidad bárbara de su Dr. Jeckyll; o las cartas que escribe Wilde durante su viaje por las líneas de ferrocarril, o el raro homenaje de Bram Stoker: el tejano Quincey Morris, de grandes espaldas, con el cuchillo Bowie al cinto, es quien azuza a los señoritos británicos para cazar al monstruo Drácula: ese arrojo de quien confía en su cuerpo y asume que su fortaleza es valedera para pelear incluso con el diablo. En Europa o América Latina, el trabajo corporal está destinado a los pobres, que se quedan pobres. Da tristeza, conmueve, o subleva: Marx, y las izquierdas en general, siempre creyeron que trabajar con el cuerpo tenía que ser injusto.
Pero los gringos desarrollaron un terror al cuerpo. Convirtieron la fuerza muscular en un show de freaks: embotellaron la proeza en deportes profesionales e inventaron la hipertrofia inútil: una sociedad obesa, obsesionada con fitness y bodybuilding: la apariencia de fuerza funcional se convirtió en imagen mercadeable del deseo, ya sin función, ni trabajo ni producción. Y lo llaman estética. Pero ese es el menor de los ridículos. Ese terror al cuerpo se apoderó del pensamiento, de la moral y de la vida política. Ya no se pueden mencionar siquiera las características físicas del otro: el color de la piel, la forma del cabello, los pliegues de los ojos; ya no se diga si la persona tiene algún signo ostensible: ciego, cojo, panzón; y si es mujer, más vale hablar de ella como si fuera una silueta forense de gis, una entidad sin características. Y es tanto el terror, que ahora las universidades prohíben los libros que generaron el orgullo gringo. Léxico racista, dicen. Al parecer, es menos grave dispararle a un negro que llamarlo nigger (como hacen esos sujetos blancos y perversos, llamados Hermann Melville o Mark Twain). Mejor balas que malas palabras. Y es miedo al cuerpo del otro y al cuerpo propio, que perciben como enemigo, porque engorda, porque envejece, porque debiera estar obligado a encarnar mis deseos, pero está lleno de órganos que me habrán de fallar. El trabajo dejó de ser orgullo o promesa. La interlocución se volvió tentativa, miedosa. La democracia gringa está aterrada de su avejentamiento y recurre a las cirugías plásticas hasta deformarse en una mueca plástica y grotesca.