Las democracias liberales se metieron en un brete del que no saben salir: con afán de compensar injusticias crearon otras nuevas. La hidra de las bondades.
Un ejemplo: —¿Por qué no tenemos derecho de quejarnos de las injusticias? —dicen los blancos de la Derecha Alternativa. Black Lives Matter (el movimiento que reclama el trato brutal de la policía contra los negros) es un reclamo justiciero. Algo en el corazón y la cabeza tiende a saltar en su favor. Pero ¿y si salieran los blancos con un White Lives Matter? Los veríamos como alfiles de Hitler; provocarían repugnancia y supondríamos, de entrada, que no tiene que ver con ningún reclamo de justicia sino con la exacerbación de la injusticia, perpetrada por grupos moralmente insoportables.
Si fuera un cálculo de predicados y lógica pura, no hay modo de validar una sin validar la otra. Son equivalentes. Pero la lógica nos resulta inaceptable. Algo muy dentro se antepone y sesga la ruta de lo que consideramos racional. El movimiento BLM me despierta simpatía, incluso antes de ponerme a pensar; el otro, el imaginario WLM, se me hinca en el hígado y, también desde antes de todo pensamiento, reacciono con rechazo... Mi primera reacción no sería convencerlos sino golpearlos, incluso cuando todas las reglas de inferencia indiquen que no hay conclusión moral posible (y ya lo había dicho Hume).
Las derechas blancas de Estados Unidos (los lectores y público de Breitbart, Red Ice, InfoWars) se quejan de la opresión de las correcciones políticas, la academia, los medios, en suma: todo lo que suene o se declare “liberal”. Y no están —en esto, y casi solo en esto— descaminados: la corrección política, al fin, logró crear su más temido horror.
Las minorías se quejan de la histórica hegemonía opresiva de las derechas blancas, del machismo, de la conculcación del discurso. Tienen motivos suficientes. Y acuñaron una palabra imperdonable: el “falogocentrismo”. Pero en vez de analizarlo, eligieron crear a su archienemigo. No una dispersión vaginoanómica, que hubiera sido cosa de verse, sino la idea de corregir en el presente los pecados del pasado. La corrección política funcionó como emasculación, silenciamiento y anomia. Disparates como proscribir a Platón y Kant, machos blancos, de la filosofía; prohibir a Twain o Conrad en literatura y hasta corregir gramáticas, hasta que sucedió lo impensable: los varones blancos se alinearon como minoría oprimida. Trump habla de Estados Unidos como una nación bajo los abusos de México, China, la OTAN... y los blancos de la Derecha Alternativa actúan como si fueran los nuevos black panthers.
¿Es posible que dos posiciones ideológicas, contradictorias entre sí, y recíprocamente excluyentes, tengan al mismo tiempo razón? Claro que no. Aún hay dos posibilidades: que una sea verdadera y la otra falsa, o que las dos sean falsas. De éstas, la primera es una tontería. Queda la segunda: ambas son falsas. O al menos, erróneas. De la lógica no sale ninguna respuesta útil en sentido práctico, ni moral. Son querellas cuyo valor de verdad es nulo pero sirven para la lucha. Por este camino se va a la violencia. ¿Cómo salir del círculo?
Por desgracia, abandonar una ideología, que debiera ser cosa sencilla, suele ser más difícil que superar una amputación. Como animales que somos, nuestra genética nos prepara para buscar la supervivencia, no la verdad. La idea —dice Steven Pinker— de que debiéramos creer en algo porque es verdad, no nos está dada de modo natural. El liberalismo padece una enfermedad autoinmune.