“¿Por qué son tan malos los policías aquí?”, me pregunta la joven que en esta columna llamaré Stephany.
Tendríamos escasos cinco minutos conversando en una de las entradas de un supermercado. Ahí, se sentó para pedir ayuda. Sostenía en sus piernas a una pequeñita de apenas cinco meses de vida.
Me detuve a platicar con ella cuando salí y vi que un pedazo de cartón la identificaba como venezolana, migrante. -¿Es tu hija?, le pregunté mirando a la niña.
Asentó que sí moviendo su cabeza.
Stephany, de piel morena y largos brazos y manos, vestía un pantalón de mezclilla, tenis y una sudadera gris.
Cabello negro, híspido. Su semblante permitía ver una dibujada sonrisa y una mirada de muchas miradas.
Conforme le formulaba preguntas, su cara se tornaba seria, triste, alicaída.
Narró haber salido de Venezuela para buscar ingresar a los Estados Unidos.
La idea de la mayoría de los migrantes. Llevaba dos meses de un interminable recorrido, de apenas dormir, apenas comer y mucho sufrir.
De haber superado episodios que no dejaron de sorprenderme, de las peripecias que la asaltaron a ella y su niña, su hija de la que nunca olvidaré su nombre y cuyo significado o interpretación es de enorme valía.
Llegó a Torreón en el tren, en la bestia de fierro y acero, al lado de compatriotas suyos, todos jóvenes.
Con ellos, cuatro chamos (jóvenes), uno menor de edad.
Cuando informó un poquito de ese grupo, compañeros de viaje, su mirada y voz se entristecieron. “Aquí en Torreón y en Gómez” (Palacio, Durango) “nos ha ido muy mal.
Tuvimos que separarnos porque la policía empezó a molestarnos, a seguirnos”.
-¿Policías municipales, estatales o de la Guardia Nacional?
–No, de aquí, de la municipalidad.
Abreva sus palabras, acorta su comentario para denunciar, sin saber que soy periodista, que los cuatro jóvenes fueron levantados por policías.
-¿Cómo? ¿Se los llevaron? ¿Dónde están?, le pregunto.
–No sé nada, no sabemos nada.
Los hemos buscado por todos lados: hospitales, comandancias… pero ya nos pidieron que mejor no sigamos investigando “o nos va a ir peor”.
Se saben observados por quienes asegura son policías, pero que quizá puedan ser taxistas, y apenas escucho que agrega: “de los malos”.
Habla de “los malos”, y sostiene que ya estaba arrepentida de haber decidido salir de su país, “aunque allá estábamos sufriendo mucho”.
Agrega que a “los malos” en México los ubica en todo el largo camino desde la frontera sur.
“Son gente sin alma, no tienen piedad.
Atrapan a los migrantes porque otros les avisan, nos hemos encontrado con taxistas que nos quitan el dinero que traemos, a los hombres los secuestran para obligarlos a trabajar en maldades con ellos.
A otros los obligan a pelear entre ellos para saber si están decididos a ser de sus cárteles, y a los que pierden los matan, o hasta los violan. Lo sé muy bien.
A nosotras nos pasa lo mismo. Gracias a Dios he tenido suerte porque me tocó venir con venezolanos y gente de otros países que lo único que quieren es un futuro para sus familias”.
Stephany llevaba un par de días a medio comer, a medio dormir. Le preocupa su pequeña, su alimentación, su salud.
Le digo que la apoyaría con llevarlas al otro día a que las vacunaran para protegerlas de las bajas temperaturas aquí y más al norte.
Lo agradece. La oriento sobre la ciudad, sobre Torreón. Le hago las recomendaciones más sentidas en estos trances.
Veo a su hija, quien no sabe nada de la vida, y ya ésta le cobra como víctima, junto a su mamá, en un tema que forma parte de las peores tragedias humanas y que en enero se podrían recrudecer, con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, de la manera más absurda y oprobiosa: nacer de pobres y sobrevivir de pobres.
Al otro día ya no aparecieron, ni Stephany ni su niña. Amarga Navidad.