Luis M. Morales
El día que nos fuimos al aeropuerto terminaron nuestras vacaciones, dice el apesadumbrado padre de una familia varada tras dos jornadas de suspensión de vuelos. Miles han sido cancelados en Estados Unidos y varios cientos en México, por falta de personal para operarlos. Y uno no puede menos que preguntarse qué hacen los pilotos en las cabinas de los aviones para que tal proporción de colegas haya enfermado de covid. Nos habíamos acostumbrado a muy distintas repercusiones de la pandemia, pero por lo general eran el resultado de medidas restrictivas y no tanto por el hecho de que el virus azotara a un gremio en particular. Lo cierto es que un número alarmante de aviones se están quedando en tierra a falta de tripulantes para hacerlos volar. Hasta donde sé, los bancos no han cerrado sucursales por la indisposición de sus cajeras y hasta donde puedo ver, todos los Oxxo siguen abiertos. Misterios pandémicos.
Lo cierto es que vivimos en tiempos de zozobra. Los seres humanos, la especie soberana del reino animal y vegetal del planeta, hemos mordido el polvo por acción de uno de los organismos más pequeños y menos visibles. Un enemigo que nos ha colocado en un verdadero asedio biológico, enviando una tras otra distintas mutaciones que han terminado por desquiciar vidas y economías. A pesar de toda nuestra parafernalia tecnológica y del dominio de los mares, montañas y espacio sideral, lo cierto es que hoy vivimos con el Jesús en la boca esperando que la próxima variante del bicho no sea más letal que las anteriores o resulte inmune al efecto de la vacuna.
Supongo que todo esto constituye una lección de humildad para nuestra insoportable soberbia. Estos días nos enteramos que un tornado provocó la muerte de varias decenas de personas en Estados Unidos y que una nevada mató de frío a otros tantos en el norte de Europa, contingencias cuya letalidad uno habría pensado que un país de primer mundo ya habría neutralizado. Y, sin embargo, la vulnerabilidad pese a riquezas y tecnología sigue vigente. Incluso parecería qué tal vulnerabilidad ha crecido como resultado del reto ecológico al que con nuestra irresponsable inconsciencia hemos sometido al planeta. Un reto que estamos perdiendo a juzgar por la contaminación y los desastres naturales cada vez más severos y frecuentes.
Se suponía que el llamado progreso ponía fin, o al menos reducía, el grado de incertidumbre en el que históricamente ha vivido el hombre. Pero entre pandemias y rebeliones ecológicas no parece ser así. Justamente hace un rato el pueblo playero en el que nos encontramos y las poblaciones de los alrededores sufrieron un corte de electricidad y de señal telefónica durante dos horas. Un empleado del hotel trató de tranquilizarnos diciendo que rara vez pasaban de un día, aunque hace un mes habían sufrido uno que duró casi dos días. Con nerviosismo revisamos la batería de los dispositivos (mínima, por supuesto): el vuelo a confirmar, la columna a escribir, la música a escuchar o los libros y noticias a leer dependían de ello. La persona que esperaba el depósito tendría que esperar o desesperar porque no había manera de avisarle; el correo que nos retrasamos en enviar ahora parecía más urgente que nunca; la llamada que no hicimos carecería de sentido unas horas más tarde. En realidad nada que supusiera una tragedia, solo un desasosiego molesto, la incómoda sensación de constatar la infinita fragilidad a la que estamos expuestos, pese a todo lo que tenemos o quizá debido a ello.
Supongo que nuestra creciente vulnerabilidad exige otra manera de disponer de nuestras vidas. Y no me refiero simplemente a asegurarnos de tener batería en los dispositivos para enfrentar una eventual interrupción de la electricidad. Tengo un amigo que tras dos años de la muerte de su padre sigue lamentándose de haber quedado en malos términos. Falleció de manera repentina y las semanas previas el hijo no se había dado tiempo para acercarse y hacer las paces, como habría querido. En el primer año de covid los parientes de algunos que perdieron la vida justamente se lamentaban de la imposibilidad de haberse despedido en persona debido al aislamiento al que fueron sometidos sus seres queridos.
Tiempos de zozobra inevitable en los que quizá lo menos relevante sea perder un vuelo, siempre y cuando no perdamos de vista lo que verdaderamente importa.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap