
Durante años visité San José de Gracia, Michoacán como quien halla un nido entre nubes. Don Luis González y González, el mejor historiador de México se volvió no sólo mi Maestro con mayúscula, segundo padre y guía, además infatigable fantasma de casi todas las madrugadas; su familia, es la mía y su recuerdo me alivia, pero el apacible pueblo de San José de Gracia resuena ahora en mi conciencia con no pocos dolores. Duelen los muertos de una más de las matanzas que hasta parecen aburrir a los políticos y a los periódicos, duelen los comentarios al aire y las interpretaciones irracionales precisamente sobre lo irracional… sobre todo me duele el recuerdo.
San José de Gracia no aparecía en ningún mapa oficial hasta finales de la década de los años sesentas del siglo pasado cuando mi Maestro D. Luis decidió escribir la historia universal de su pueblo natal. Tituló su libro Pueblo en vilo y cambió la historia de la historiografía: no pocos de los más grandes historiadores del mundo celebraron el nacimiento académico de lo que ya muchos llaman microhistoria en todos los idiomas y su lectura (y relectura) confirman para cualquier lector que lo que lleva entre manos es uno de los más bellos e importantes libros en prosa de la literatura mexicana y punto.
En San José aprendí caminando de su casona hasta la punta del Cerro de Larios la confección de mi primer libro, del brazo de D. Luis y me hice familia del tío Honorato, la tía Rosa y el tío Bernardo, hermano de sus hijos y sobre todo de sus hijas. Me hice escritor de cuentos a la sombra de los laureles de Doña Armida, como madre y fui testigo del florecimiento de una biblioteca insólita con una torre morada en medio de un pueblo en vilo que hoy se baña de sangre y que no merece la majadería altanera que se ha expresado de sus tejados y habitantes, de sus muertos y sus querellas, de sus fantasmas e historias.
Son ya muchas razones las que se sintetizan en los ajustes de cuentas, las masacres cíclicas, las culpas en el limbo y la desidia oficial; son ya muchos muertos y reyertas, hilos de sangre sobre calles cementadas y velorios en carpas donde los deudos se contagian de muerte… precisamente porque parece que leemos a diario en vida la microhistoria no sólo de un pueblo, sino del país y todos sus habitantes suspendidos en vilo.
Jorge F. Hernández