
Llego a la edad con la que se fue Lichi, los mismos años que cumplía mi padre cuando vino a Madrid para entregarme un premio inesperado que nos gastamos juntos dándole la vuelta a la península y el tiempo transcurrido con el que parece que los segundos están a punto de volverse minutos. LIX en guarismos romanos como llave de ley, salvoconducto de absoluta libertad ya tan lejos de la tediosa burocracia de la inutilidad y las mentiras. Cincuenta y nueve los soldados de plomo que quedaron en pie en una de las memorables batallas con canicas con las que alfombrábamos el tiempo mis amigos en cuclillas y 59 el numerito que llevaba pintada la locomotora a escala de un tren que no ha parado de dar vueltas en derredor del tiempo que se acumula cada vez que parece que duermo, cuando en realidad no hago más que la ronda de soñar despierto la inmensa gratitud que le debo a tantísimas personas que me abrazan siempre de lejos o el abrazo de mis hijos que es uno y el mismo que me daban en brazos, ahora que se duplican en sus propias biografías.
Llego a la edad en que no sé si es obligatoria la consigna de confirmar de una vez por todas que uno no es más que lector de paisajes y párrafos, con variables dioptrías y formatos cambiantes, pero apuntalado el atrevimiento de que tanta lectura alimenta aún el necio afán por escribir e intentar escribir un mundo donde se entienda mejor el desánimo y la esperanza, los amores contrariados y el amor a primera vista, los colores del vacío y ese ruido que es el silencio. Se escribe a partir de esa edad que es la misma que se tatuaba en la piel hace décadas, cuando uno empezada a leer todas las letras hiladas y los números arábigos con el que una vieja maestra me enseñaba en un pizarrón de color negro, recién barrido por un borrador de fieltro negro que exhalaba como neblina de trenes el polvo de gis que acá llaman tiza… y todo envuelto en la memoria para que hoy no olvide al cumplir cincuenta y nueve años que la vieja maestra no tenía más años que los que cumplo e insistía en sumar y multiplicar como ejercicios de una memoria contagiosa donde las edades de todos los afectos se van registrando en la ronda del azar como secreto inexplicable que nos mantiene vivos.
Jorge F. Hernández