Cultura

Aura en morado

Hay un aura lila, casi morada, que rodea a quienes leen. Sea en pantalla o papel, las yemas de los dedos se convierten en un termómetro natural que mide la repentina subida de la presión arterial por vía de un verbo o en el sustantivo clave de un predicado impredecible. Leer como quien viaja y conoce a primera vista el paisaje perfecto de una ciudad que no deja de ser medieval o las avenidas arboladas que se han cubierto de nieve en medio del párrafo donde una pareja decide besarse bajo un paraguas destartalado o bien, viajar por milagro de las páginas al pretérito y conocer París con farolas de gas y ser testigo ocular de una época en sepia en la que las personas soñaban sin recursos cinematográficas, libres de soundtracks y pantallas luminosas que a veces confunden a los viajeros de un tren donde ya son minoría los que se distraen en párrafos de papel ante el alud de distraídos que juegan a la granjita.

Habitar el aura morada de una lectura que te libre del sinsabor de la estulticia diaria y de la imbecilidad generalizada, lejos de las noticias cíclicas para habitar un universo en tinta donde pasa por capítulos la vida de una familia, generación tras generación, en abono de una evasión que te permite sosegar tus ánimos y aliviar los desánimos de tanto fango en derredor por el solo milagro de la lectura que te lleva a plantearte dilemas instantáneos: como cuando el personaje de un cuento intenta salvar del abismo a una pequeña barcaza donde aúllan su desesperación tres infantes que se quedaron a bordo porque sus padres tambalearon y cayeron al agua de los rápidos; al protagonista del cuento sólo le quedan pocos minutos para decidir cómo salvar a los infantes y una iluminación instantánea le dicta tirarse y nadar locamente hacia la embarcación, sin quitarse las ropas y aún a costa de que probablemente le vaya la vida en el intento… y ya, en este párrafo, se ha logrado esfumar la necia danza de los políticos pretenciosos, el precio de la leche y el embotellamiento de tráfico que parece sonar allá lejos de la ventana.

Leer el recorrido agotador de un gorrión en pos de una calandria, entre los arcos de una plaza que amanece con frío. De lejos, viene andando la sombra de un fantasma de tiempos pasados que se ha maquillado para embeleso del mundo y en la página siguiente, pasa corriendo un niño con calcetines color de naranja que se acaba de aprender los nombres de las ballenas que duermen encalladas en la playa amarilla de un sueño de sobremesa. Pasa el párrafo y parece que todo es sueño en la punta de la pantalla o el filo de la página donde alguien tuvo a bien confesar un coraje y abonar una ilusión: es el punto y seguido donde se abren los labios de una mujer que narra historias hasta el amanecer, abrazada al vacío donde las almohadas simulan la figura de un hombre robusto que se ha levantado del lecho para hilar letras que serán palabras para convertirse en las frases con las que se narra la escena en penumbra que ella misma soñó sobre el respaldo de un sillón de terciopelo verde, en una casa situada al filo del bosque interminable de una biblioteca donde alguien intenta hilar estas mismas palabras al murmurar en voz baja la lectura que realiza en silencio, al filo de la ventana que se abre hacia el bosque sin senderos, nevado de páginas en blanco para que mañana Otro intente redactar el paseo de todos los días con los que logra escaparse de la triste realidad de un mundo que se va poblando poco a poco de iras y enojos, diatribas y mentiras, para que se vuelva verdad la fantasía inverificable que él mismo construye con su imaginación.

Eso que se inventa sin confirmación visual aunque se mira en la memoria y se comparte de palabra; eso que alguien recomendó sin imaginar que nos cambiaría la vida o eso que se lee al vuelo, en el preciso instante en que se recrea la infancia de cada uno de los lectores que han de reinventarse en un momento efímero por el sortilegio indescriptible de leer… leer y leer eso mismo que contagia las ganas de escribir sobre un firmamento de mirada azul como cielo en nubes de una página donde todo vuelve a comenzar por obra y gracia de la palabra con la que inicia la primera línea, rítmica e incandescente, intemporal y lisa, con la que empieza el siguiente relato de salvación que abre el espejo de la inteligencia hacia un páramo luminoso, mucho más brillante e inteligente que el recodo de los memes y el recuadro de los chismes y el lodo de la corrupción continua y la confusión de las pretensiones y el horror de todas las desgracias.

Habitar la burbuja de oxígeno amniótico que nos envuelve cada vez que nos hundimos en la lectura, no de un manual de autoayuda o en el recetario de los postres, sino en la pura literatura que nos transporta y enaltece, nos eleva y nos ayuda en este continuo intento por librarnos de todo lastre y volver a soltar las alas que hace años nos llevaban en volandas por un paisaje de inmensos girasoles sobre campos de papel periódico, psicodelia del Sargento Pimienta entremezclada con aromas de un cuento infantil rayado con crayolas de todos los colores sobre un inmenso terciopelo que se va poblando poco a poco con las luces de la ciudad más grande del mundo que parece alejarse desde la ventanilla de un libro donde el viajero lee que ya extraña los besos que no se dieron, los abrazos que faltaron y las palabras, todas la palabras de una novela que aún queda por escribir.

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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