
A estas alturas del siglo XXI el consejo de moda que dan gurús, primos y hasta los hijos de vecino es: “sal de tu zona de confort”. Si quieres progresar, ser mejor, crecer, lo propio es que abandones esa zona, parece que quieren decirnos los que nos dan el consejo.
Se supone, supongo yo, que abandonando esa zona perniciosa te obligas a hacer un esfuerzo que redunda en tu crecimiento profesional, intelectual o cósmico, pues al operar fuera de ese ámbito que es amable para ti, abres nuevas vías, encuentras otras rutas, aprendes a moverte de otras formas: descubres los beneficios, no siempre evidentes, pero tampoco ciertos, del territorio hostil.
El consejo (no me atrevo a llamarlo concepto) parece un remedio milagroso y sugiere que quien abandona la comodidad de su entorno necesariamente mejora, lo cual no es del todo cierto pues hay quien al dejar su zona de confort se despista y se desbarranca.
Antes de dar ese consejo temerario el coach, el amasio o la barragana, tendrían que analizar de qué forma va a afectar al receptor el abandono de la zona de confort: si va a beneficiarse o va a desbarrancarse.
En el origen todos venimos de abandonar la máxima zona de confort que es el saco amniótico, y así nos va. Luego nos pasamos la vida tratando de recuperar ese estatus, que a veces se araña desde alguna disciplina oriental, desde la religión o por la vía, más amable y civilizada, del vino.
Pero a lo que se refieren esos iluminados, supongo, es a la zona de confort activa, a salir a escudriñar una nueva forma de conducirnos pero, ¿quién dice que no se puede implementar esa nueva forma desde la zona de confort? En todo caso el consejo tiene un retintín judeocristiano: nada se logra sin esfuerzo y sufrimiento, lo cual, si miramos a nuestro alrededor, es una patraña para que el rebaño que trabaja, con la ilusión de estar progresando, no se vaya a emancipar. La verdad es que uno trabaja y se esfuerza, precisamente, para entrar en la zona de confort. Y una vez que estás adentro, ¿para qué quieres salir?