Ramón López Velarde, además del poeta de La suave patria, era un Flâneur. Quizá sea el flâneur más extremo de la historia pues flanear le costó la vida, como nos ilustra José Emilio Pacheco en su libro La lumbre inmóvil. Flâneur es la palabra francesa con la que se define a la persona que camina por las ciudades, sin rumbo definido ni un punto específico al cual llegar, dejándose arrastrar por el ritmo de las calles, y también dejándose influir por todo lo que le va saliendo al paso.
Hay un montón de Flâneurs ilustres, Gerard de Nerval, Walter Benjamin, Alberto Giacometti o Samuel Beckett, por citar algunos. López Velarde era un Flâneur chilango, caminaba por las calles de la Ciudad de México de principios del siglo XX y sus mejores versos salían de aquellas caminatas: “Sobre tu capital, cada hora vuela/ojerosa y pintada, en carretela….”.
El eje de sus flaneos era el que iba de su oficina, un despacho de abogados que estaba en la calle Madero número 1, “donde hoy se levanta la Torre Latinoamericana”, nos ilustra Pacheco,a su casa que estaba “en avenida Jalisco 71, hoy Álvaro Obregón 73, en la colonia Roma”. Enfrente del despacho de López Velarde, años después, de acuerdo con lo que sugiere su poema Avenida Juárez, flaneaba también Efraín Huerta, con un aire dramático pero sin dejarse la vida en el flanear: “Y lo dejan a uno tirado a media calle/con los oídos despedazados/y una arrugada postal de Chapultepec/entre los dedos”.
A López Velarde le encantaba flanear por la colonia Santa María: “se asemeja a mi lugar de origen extraordinariamente”. En otra parte dejó escrito un mapa emborronado de su flaneo: “Plateros… San Francisco… Madero… Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la avenida no conozca mi pisada”.
El último flaneo del poeta fue del Teatro Lírico a su casa, iba hablando de Montaigne con un amigo, ya enfermo de la bronconeumonía que iba a llevárselo, a los treinta y tres años, después de tanto flanear.
Jordi Soler
