“Desde que la Coatlicue había entrado en nuestra vida, los pájaros ya no cantaban al amanecer. Todos nuestros sentimientos, todas nuestras sensaciones nos erizaban la piel”.
Esta Coatlicue, que escribió Elena Poniatowska en uno de sus cuentos, es una mujer que tiene los atributos terroríficos, y al mismo tiempo fascinantes, de la famosa escultura, “la de la falda de serpientes”, que hoy es pieza de museo y en su tiempo fue una diosa monumental que los aztecas untaban con sangre.
La Coatlicue nos eriza la piel, es la diosa con dos cabezas de serpiente, garras en los pies y un collar de manos y corazones (mírenla en Google). La Coatlicue es una contundente obra maestra, de casi tres toneladas de peso y simultáneamente es el horror. El horror que condena a los pájaros al silencio. El horror que cíclicamente resurge en México, sale a la superficie, es noticia en todo el mundo, y después se agazapa hasta su siguiente reaparición.
Esa es la vocación de la Coatlicue. Esa es la historia de su vida. La descubrieron unos trabajadores municipales en 1790, la desenterraron y el virrey ordenó que se instalara en un rincón de la Universidad Real y Pontificia. Pronto los dominicos que la custodiaban, alarmados por las vibraciones nefastas de la piedra, la volvieron a enterrar. Años más tarde, en 1803, fue desenterrada y permaneció expuesta veinte minutos para que la observara Alexander von Humboldt y después la volvieron a enterrar otros veinte años, hasta 1823, cuando fue desenterrada para que William Bullock la copiara en papel maché y una vez que terminó su pieza, que exhibiría meses más tarde en Londres, la volvieron a enterrar. En 1825 Guadalupe Victoria la desenterró definitivamente.
La Coatlicue es nuestra parte oscura, es el inconsciente que todos desearíamos tener bien enterrado pero que, de pronto, inopinadamente, se manifiesta. La Coatlicue es el horror que silencia a los pájaros y nos eriza la piel, el horror que nos escupe una realidad atroz que va cambiando de cara y que hoy son los cuatro periodistas que acaban de asesinar.
Jordi Soler