
La mayoría permanece sobre Versalles, colonia Juárez; pocos se arriesgan hasta Paseo de la Reforma, aunque no avanzan más allá de la Alameda Central; todos, eso sí, pernoctan en banquetas de la primera calle, donde esperan un papel oficial, un permiso de estancia en territorio mexicano, ya sea para trabajar o transitar con libertad. Sus ojos parecen refulgir como luciérnagas mientras avanza la noche.
Son desplazados de Haití y Venezuela, hombres, mujeres y niños, entre ellos algunos en brazos de padres y parientes que aguardan o deambulan como zombis sobre aceras que bordean las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, la llamada Comar. La mayoría es de raza negra. Y de sus ojos asoma un dejo de tristeza que a veces contrasta con sus sonrisas mientras miran de frente o de reojo.

Dos pequeños, originarios de Venezuela y de Haití, juegan entre jardineras mientras son vigilados por sus padres; inquieto, el más pequeño se aproxima y le acaricias la cabeza de cabello rizado, y al roce percibes una especie de estropajo que te lleva a recordar lo que dijo una adulta: “No tenemos en dónde bañarnos”.
—¿Cómo te llamas?
El pequeño balbucea algo que apenas se entiende. Mujeres de piel negra sentadas a horcajadas, entre otras tantas agolpadas en esa vía, sonríen. Una de ellas, su madre, deletrea el nombre:
—Ma-teo.
—Mateo.
—Sí, Mateo.
Mateo corre hacia un estacionamiento y por un momento desaparece al fondo. De pronto asoma su rostro y luego sale, brinca y sonríe y comienza a dar vueltas. Es la inocencia pura. Forma parte de esos miles que han desfilado por aquí, en busca de un papel que sirva de salvoconducto, ya sea para seguir hasta la frontera norte o quedarse en la ciudad que alguna vez otorgó cobijo a esa gente que iba solitaria o en caravanas.

Cientos han pasado por estas calles. Y no solo en la capital del país, sino en la frontera sur, a tal grado que en junio del 2021 la Secretaría de Gobernación emitió un comunicado donde reconoce: “México rompe récord con 50 mil solicitudes de condición de refugiados: subsecretario Alejandro Encinas”.
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A dos cuadras de Versalles, sobre Abraham González, precisamente donde está la oficina del subsecretario Encinas, todavía quedan rastros de otros desplazados, los mexicanos, del estado de Guerrero y otras partes del país, quienes han sido expulsados por la delincuencia organizada que depreda en sus regiones.

Los desplazados de este país arriban de vez en cuando y se plantan frente a la Secretaría de Gobernación. A veces tardan meses. Solo así les han hecho caso. Pero no regresan a sus pueblos, sino a campamentos de cabeceras municipales vecinas; otros, en cambio, enfilan hacia la frontera norte y se mezclan con extranjeros que piden asilo en Estados Unidos. Ellos, también extranjeros pero en su propio pueblo, que han escapado del terror local. Atrás quedaron propiedades: ganado bovino, aves de corral, algún sembradío, sus tierras. Son los otros desterrados. Los de acá.
Pero ahora estamos sobre la calle Versalles, a muy pocas cuadras de la Secretaría de Gobernación, donde oleadas de migrantes esperan una respuesta de la Comar, pero la espera es demasiado larga.
Ellos han cruzado montes, sierras, veredas y ríos con sus pies hinchados, y ahora están aquí, entre tristes y alegres, esperanzados o alicaídos, según el día y la hora.
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—¿Y qué les dicen?
—Que hasta el lunes.
—¿Y a dónde los enviarán?
—A Migración, a Polanco.
—A Polanco, sí.
Son familias enteras que esperan, la mayoría replegadas en paredes de viejos edificios, algunos de estos abandonados desde los sismos.

Es fin de semana y los chilangos se disponen a visitar bares de los alrededores de esta colonia que ha sido invadida por otra clase de extranjeros: los que viajan a Ciudad de México en busca de casas o departamentos que rentar.
Pero el tema no son ellos.
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Dos niños juguetean. Venezolano y haitiano. Los observa una señora que dice ser de Venezuela. Está sentada sobre la acera. Su figura bien podría confundirse con una habitante mexicana de origen costeño. Ella viene por una amiga a quien ya le darán un documento oficial. Dice que ella seguirá su camino hasta la frontera norte.
—Pero ya no hay oportunidad de que pase a Estados Unidos.
—No importa, yo voy a seguir.
Dice que Venezuela está en la pobreza y que los productos de primera necesidad son inalcanzables para una persona como ella.
—¿Usted llegó con ellos?
—No, yo llegué el sábado; ya había mucha gente aquí, mucha.
—¿Qué edad tiene usted?
—Seis-cinco.
—¿Por qué salió de Venezuela?
—Es la pregunta que me hago yo también. Ja, ja. Todo es caro. La medicina. No hay trabajo. Mi mamá está enferma.
—¿De qué parte de Venezuela?
—De Sabaneta de Barinas.
—¿Y cómo estaban antes, con Chávez?
—Mejor, pero ahora no hay trabajo, no hay plata. Nada. Yo trabajaba en casa de familia. Hasta eso lo quitaron. La gente no tenía pa’ pagar.
—¿Como cuántos venezolano habrá?
—Uuuuh, mucho, mucho; y vienen más, muchos, por la selva.
—¿Y usted cómo se vino?
—De mochilera, de mochilera.
—¿Y de qué vive?
—De lo que Dios ponga en el camino.
