
Mama Chala era de piel morena, más bien cobriza, cabello crespo y entrecano untado hacia atrás; lucía gargantillas de oro con bolas del tamaño de una canica mediana y arracadas que semejaban ramas resecadas cuyas puntas rozaban sus hombros. Las esferas brillantes formaban cuatro collares, o algo así, engarzados alrededor del cuello; caían como cascadas de luces hasta la mitad del pecho, casi siempre sobre una blusa con holanes floreados que se confundían con abundantes pétalos tejidos a mano. Sus joyas resaltaban más cuando vestía blusas blancas o negras. Mama Chala tenía el cuello salpicado de pequeñas verrugas, ralos bigotes y piocha que parecían hilos encerados; pero eso no llamaba tanto la atención como su copioso oro.

Mamá Chala —derivado de Marciala, su nombre de pila— era una mujer misteriosa. Supiste que estuvo al cuidado de algunos parientes, entre ellos de una prima hermana, pero sobre todo de Felipe, el abuelo paterno.
Otra característica de Mama Chala, nombre pronunciado con acento costeño, es que era callada, silenciosa, de paso lento, algo robusta, que más bien estaba al pendiente del abuelo.

Con el tiempo pensaste que ella no era de la región de la Costa Grande guerrerense, sino de la Costa Chica, aunque viéndolo bien podría haber sido de más atrás, sobre Istmo de Tehuantepec, estado de Oaxaca, pues traía blusas y enaguas amplias, además de sus abundantes joyas, que son parte de la usanza en esa angosta zona del país, también perteneciente al Pacífico, una región en la que se estilaba lucir oro puro a raudales.
Las evocaciones llegan mientras caminas por Madero, Centro Histórico de Ciudad de México —a la que llegaste en el año 1969, muy joven, rebelde y curioso—, una calle que años después fue remodelada para el caminar libre, con sus aparadores relucientes y repletos de prendas, heladerías y, sobre todo, donde refulgen el oro y la plata, algunos con gemas incrustadas, otras de supuestos rubíes que resguardan policías uniformados y de civil, miradas escrutadoras, y gente que pregunta en voz baja o curiosea en vitrinas que reflejan fachadas de macizos inmuebles construidos durante los siglos XVI y XX, una avenidas por las que transitaron los jefes de la Revolución mexicana, sus ojos de plato, bigotones, pasos recios sobre sitios que también fueron aplanados por poetas y escritores de diferentes épocas, en especial del Modernismo, como parte de la tradición, y más reciente por ese gentío que cruza aprisa por que antes fue San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, donde tiene algunas de sus propiedades el empresario Carlos Slim, a quien un día viste caminar sin prisa, mientras platicaba con otras personas a las que parecía ampliar detalles de lo que miraban a su alrededor.
Entonces el murmullo y los recuerdos se esfuman mientras avanzas y entras a la calle 16 de Septiembre, donde escuchas el eco de una soprano, y recorres un pasillo y subes por un elevador de un edificio antiguo, hasta llegar a un mezzanine, donde está el taller de Alberto Mateos, quien empezó a comerciar joyería hace cuatro décadas con tíos y sobrinos.

Era joyería personalizada. Su familia hacía diseños y troquelaba. Alberto, mientras tanto, salía a buscar clientes.
En aquellos tiempos el oro estaba alcance de mucha gente, pero el metal encareció a principios del presente siglo, de modo que Alberto comenzó a trabajar con platería, que solo podía adquirirse en la ciudad de Taxco, Guerrero, de modo que al pasar de los meses se hizo de maquinaria más moderna para troquelar y de ese modo atender al cliente que trae su plata.
—¿Se encareció el oro?
—Muchísimo— responde Alberto.
—Y entonces poco a poco te fuiste haciendo de máquinas.
—Al principio teníamos máquinas manuales —explica mientras las muestra—, pues se hace todo en escala muy pequeña, y así, poco a poco, nos fuimos haciendo de equipo no muy grande.
Y en el transcurso de los meses y los años formalizaron este lugar como taller de platería, donde trabajan con máquinas calibradas y también de manera artesanal desde el diseño más sencillo hasta el más complicado.
“Normalmente les presentamos a los clientes nuestros modelos y ellos nos dan la plata”, comenta. “Nosotros diseñamos y maquilamos”.
—¿Y cómo empieza el proceso, porque veo unas bolitas?— se le pregunta a Mateos, mientras la mirada escudriña una bandeja con pequeñas pelotas plateadas de las que sale un brillo especial.
—Es plata pura para hacer una aleación — responde Alberto.
—¿Y cuáles son los pasos?
Y es cuando Mateos comienza a echar a andar la maquinaria e inicia la producción: un técnico pasa una pequeña lámina entre cilindros para adelgazarlas, mientras dos mujeres con lentes especiales hacen lo propio: una de ellas, armada de un pequeño soplete al que apenas se le ve una flama entre verde y azul; la otra, mientras tanto, derrite material con una pinza que mete en una pequeña olla hirviente y luego enfría.

—Llegamos a la fundición, primero; después de la fundición, pasamos al laminado; del laminado pasamos perfilado y poco a poco se van logrando los tubos que posteriormente vamos a utilizar para hacer nuestro proceso…y el proceso de soldado para que no se desarme— detalla Alberto.

—Y al final...
—Básicamente los diseños son nuestros y se hacen con la fusión entre la parte industrial y otra parte artesanal.


Es un oficio que se necesita exactitud y creatividad durante el proceso de mutación de este metal precioso, cuya principal característica es que debe ser de gran calidad.

