La segunda parte de El Padrino es un doble viaje.
Por un lado, nos adentramos en el pasado y llegamos hasta Sicilia para conocer al infante Vito; luego, en Nueva York, conocemos “al joven Marlon Brandon” bajo el rostro de Robert De Niro.
Por otro lado, nos establecemos en el presente de la familia Corleone en el estado de Nevada y entramos en el corazón de Michael (Al Pacino), el nuevo Padrino.
Como podemos ver, estos dos viajes principales se bifurcan en nuevas y complicadas avenidas. La vida nunca es fácil, sobre todo cuando se vive en torno al poder.
En el pasado están los mitos que nutren el presente. Allí, en esa laguna de recuerdos que se reactualizan (que están, en sí, ocurriendo), radica el sentido del hacer actual.
Parecería que Michael está fatalmente condicionado por estas historias pretéritas que se han repetido una y otra vez, arrojando la misma necesidad:
El hombre fuerte debe mantener en sus manos el fuego del poder. Es su obligación exclusiva.
El hombre fuerte no es más que una fuerza apócrifamente individual que existe en función del poder mismo que acumula.
El hombre fuerte se vuelve fantasma; es decir, desvela su verdadera naturaleza, cuando falla al destino que se le ha sido encomendado. Si fractura el poder y lo dispersa, o se consume en sus llamas, cesa de existir.
Por eso Michael intenta escapar a la razón de Sísifo, y ante las fuerzas naturales —entre las que se encuentra el caos revolvente al que se arroja su familia y que quieren impulsar sus aliados y enemigos— reafirma el poder a través de la muerte, porque nadie puede hacer lo que el poder exige más que él.
Este actuar es secreto, ya que la familia Corleone está atravesando un escrutinio público. Se le imputa a la familia un pasado criminal; pasado que es completamente real pero que Michael niega con cinismo.
Aunque es posible que cada uno de estos crímenes cometidos por los Corleone no son, ante los ojos de Michael, infracciones, sino más bien el hacer consecuente que el poder —entre sus aspas— hizo arder.
Pero esta batalla múltiple en el corazón de Michael echará a andar fuerzas que serán irreversibles; el precio final será muy alto.
Ante sus limitaciones humanas, el Padrino se queda sin esposa, sin hijos y sin su hermano, aunque logrará mantener, en esa profunda soledad que el último plano de la película representa como unos ojos que se adentran en un mar silencioso, la llama del poder —en apariencia— absoluto.