Todavía se habla de la violencia del país como si se tratara de una crisis, es decir, algo transitorio, que se arregla (la sola palabra crisis sugiere que se trata de una anomalía, pero que tiene su lógica, y eso es tranquilizador: cabe pensar que se entiende, que pasará). Se anuncian cada tanto las cifras, se muestran en gráficos que producen la ilusión de un transcurso temporal: si se mira la evolución del martes pasado al sábado a medio día, entrecerrando los ojos, con buena voluntad se nota que los homicidios han disminuido en un 0.4 por ciento. Pero no, esto no es una crisis, sino un orden en que numerosas relaciones y prácticas sociales están mediadas por la violencia —o por la posibilidad siempre inminente de la violencia.
En su origen, este orden es producto de procesos de larga duración, que se manifestaron en las décadas del cambio de siglo. En primer lugar, la quiebra del régimen territorial que había sido funcional para el dominio del PRI, y que ocasiona desajustes en el sistema de representación, autoridad, asignación de recursos, orden local. En segundo lugar, el crecimiento de los mercados informales e ilegales, inseparables de los mercados formales, como parte de una economía globalizada, opaca, sumamente desigual —una economía predatoria, de lotería. En tercer lugar, y en buena medida como consecuencia de lo anterior, el crecimiento de un mercado informal del uso de la fuerza para protección o extorsión de cada vez más situaciones, actividades, relaciones sociales. Y además, por supuesto, las drogas. En conjunto, la configuración provocaba una sensación de desorden: de crisis.
El gobierno del presidente Calderón se propuso intervenir ese proceso. Retórica y estratégicamente se planteó como una guerra contra las drogas (“Para que la droga no llegue a tus hijos”). No podía más que afectar al conjunto del nuevo orden. Los propósitos eran, primero, reducir, sujetar, desmantelar las organizaciones dedicadas al contrabando de drogas; segundo, recuperar para la federación el control directo del territorio; y tercero, expropiar los recursos de fuerza de todos los actores sociales, para trazar una frontera nítida, indudable, entre el Estado y el crimen. El envite no tuvo éxito en lo que se había propuesto, pero provocó una serie de reacciones que abrieron este nuevo ciclo.
Se habla todavía de crisis, pero todo parece indicar que se ha asumido ya que las cosas no van a cambiar, que el futuro será así. Y que el ejército es parte de este nuevo orden. Ya no hay en realidad estrategias de emergencia ni planes para una transición hacia otra cosa. En los hechos, lo que se ha decidido es la ocupación militar del país: la presencia permanente de las fuerzas armadas en todo el territorio, con más del doble de efectivos, y con un nuevo diseño territorial: 300 jurisdicciones, 300 cuarteles, que garantiza su distribución uniforme en el país. Es una ocupación militar, como las de Irak o Afganistán: ¿cuánto puede durar una situación así? ¿Qué se puede esperar, qué tan eficaz puede ser para reducir la violencia? Para quien quiera verlos, están los ejemplos de Irak y Afganistán.
Fernando Escalante Gonzalbo