La semana pasada comenzó el juego del tapado. Los aspirantes salieron a exhibirse con entusiasmo, la prensa toda fue una fiesta de especulaciones sobre apoyos, carreras, alianzas. Algo bastante aburrido para quien no espera un puesto (ni nada bueno de la política en general), pero que tiene muchos aficionados. Lo verdaderamente interesante es que todos, los candidatos como los comentaristas, están convencidos de que habrá elecciones presidenciales en 2024.
Es lógico: todos necesitamos el orden, necesitamos la normalidad, imaginar que mañana, que el año que viene son previsibles, que las cosas serán como siempre han sido y, por ejemplo, que habrá elecciones. El baile de los aspirantes es un modo de mantener esa ilusión de normalidad: puesto que hay candidatos, habrá elección. La verdad, no es tan seguro.
Como juego, imaginemos otra posibilidad mirando no lo que se dice, sino lo que efectivamente sucede. Para empezar, nada indica que la economía vaya a levantar mucho. La politización de los mercados es una de las claves de gobierno del equipo actual. Y por eso no parece que vaya a haber condiciones de confianza para atraer inversión —desde luego no en el volumen que sería necesario. Aparte está el riesgo que representa el sector energético: si Pemex pierde el grado de inversión, el resto será irrelevante. Y además el movimiento previsible de las tasas de interés en el mundo, una vez que pasen las elecciones alemanas, en octubre.
En el escenario probable hay una devaluación importante, un nuevo golpe para la clase media, para el año que viene o el siguiente, inflación, estancamiento y desempleo, el horizonte no de un millón de nuevos pobres, sino de un millón o dos más de jóvenes sin siquiera la esperanza de conseguir un empleo digno, nada fuera de una beca. El dinero que necesitará el gobierno para mantener la política asistencial sólo puede salir de los fondos de pensiones —y de ahí saldrá.
En seguridad el panorama es peor. El problema no son sólo los números, sino la lógica. La violencia estructura la vida social en regiones enteras del país (en Tierra Caliente, en la Frontera Chica, en el Triángulo Dorado, parte del Bajío). No es que las fuerzas de seguridad pública no lo sepan o lo toleren, sino que forman parte de ese orden.
La precariedad del Estado en todos los ámbitos se manifiesta en la presencia del ejército en sustitución de todas las autoridades civiles, en cualquier tarea: en seguridad, procuración de justicia, aduanas, comunicaciones, puertos, aeropuertos, energía, política social, obra pública. Es el Estado reducido a su mínima expresión —violenta, disciplinaria, opaca.
Por cierto, nada de eso es casualidad ni producto de la ignorancia, sino consecuencia de políticas pensadas deliberadamente para dar esos resultados. El hecho es que todo lo anterior sugiere que en 2024 el país puede muy bien estar en una situación de emergencia —por cuya razón no sería posible convocar elecciones. En ese caso, el congreso se vería obligado a prorrogar el mandato del ejecutivo mientras persistiesen las circunstancias excepcionales. Como pasó con Benito Juárez.
Fernando Escalante Gonzalbo