Trascendió del Palacio:
Se cuenta que, siendo uno de los hombres con mayores riquezas en la República, caballero de renombrado apellido y empresario con medios públicos, fue convidado un día a comer a invitación expresa de la máxima autoridad del país. Llegaron el empresario, el Presidente de la República y los demás invitados —entre ellos un paje de encendida sonrisa y con bigote chevron— al salón que sirvió de comedor.
En la estancia de marras, conocida con el sobrenombre de Salón Morado, aún lo adornan un magnífico óleo del virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo, así como un espléndido jarrón de porcelana morado que hace juego con el color del tapizado de paredes, entre otras reliquias porfirianas.
Harán dos meses de esto. En el salón había un sitio algo más elevado y honorífico que los demás. La máxima autoridad del país, que era el anfitrión, le indicó al empresario de medios que ocupase este sitio. El empresario de inmediato se negó y le reviró que quien debía ocupar el sitio de honor era el Presidente, pero la máxima autoridad del país insistió en su cortesía. El empresario volvió a lo mismo: el que debe ocupar el sitio no era él, sino el jefe de la República. Fue entonces que el Presidente, algo sonriente y receloso, se volvió a su fiel vocero y lazarillo quien igual fungía como maestresala… y le dijo: “¡Corre Chucho, di que le traigan al empresario las llaves del Palacio porque quiere mandar en él más que yo!”.
El legendario escritor Azorín, de quien se remeda la parábola anterior, también se tomó licencias para recomendarle a los políticos —algo así como lo hiciera Maquiavelo al Príncipe—, en una cosa que ha de ser tan básica y sencilla para los detentadores del poder público: conocer a detalle a la gente con la que se rodean.
Sabedor Azorín de que a todo hombre de influencia se le suelen acercar —y casi siempre por la vía de la asiduidad y la lisonja— personas de toda catadura, algunos ciertamente buenos, discretos y leales, pero otros francamente liosos, intrigantes y oportunistas, únicamente les exigía a los políticos hacer uso de su inteligencia, por mínima que tuviesen, para que sepan de la gente que los rodea cómo viven, qué negocios llevan entre manos, de qué se sostienen, qué es lo que han hecho, cuáles sus secretas ideas y venidas.
En su exquisito estilo, Azorín apremiaba: “el político lo sabrá todo punto por punto, si la gente murmura de alguno de los que le rodean, él sabrá cuáles son los motivos que tiene para murmurar. Pero no dé a entender a nadie, y menos a los interesados, que conoce sus malos pasos. Sólo que cuando llegue una ocasión en que el galopín espere hacer la suya, cuando crea que él debe ocupar tal o cual cargo, el político obre con discreción, no le dé el cargo ni le otorgue comisión de confianza”. Y todo ello, habrá de ser, sin abandonar la cortesía y la impasibilidad.
Comprendido lo anterior, ahora volvamos a las frases de mayores resonancias mediáticas y que, siguiendo a Azorín, tuvo a bien obrar el Presidente durante sus conferencias mañaneras de la semana:
"Se equivocó mi amigo Javier Alatorre (…), es una persona buena (…), creo que cometió un error como todos (…), además hizo uso de su libertad.”
@fdelcollado