Estimo que la vida lo va llevando a uno de una manera que prevalece lo que llamamos “destino” como el encadenamiento de sucesos fatales, no por malos o buenos, sino por inevitables.
Es el caso de mi larga vida setentona, ahora y desde hace 30 años al lado de una mujer cuyo valor por sus múltiples virtudes es enorme para mí.
Sin embargo, no se llega a ese punto de forma gratuita, sino con argumentos fundados en el enamoramiento y en el desplante de esperanzas románticas o expectativas de lograr un futuro lleno de felicidad.
Pero no todo es fácil y el tránsito en busca de ese anhelo, tiene costos.
La contabilidad de la felicidad conlleva aplicar la regla “T” mediante la cual los contadores ubicarían el “debe” y el “haber” de un ser humano y de su suma y resta obtendrían su capital, positivo o negativo: logros o lastres de una vida que se define como desperdiciada o una de éxitos, o quizás una combinación de altas y bajas, de encuentros y desencuentros que dejan huella, provocan arrebatos o producen solidaridad entre las parejas.
Mi regla “T” arroja un capital neto enorme, construido durante toda mi vida y no lo digo con presunción ni con soberbia, sino porque lo siento y lo califico así por sus resultados, pues al igual que un negocio se tienen positivos o negativos y si estos son siempre malos, el negocio quiebra y a eso le llamamos divorcio.
Mi capital, por así decirlo, son mi esposa y mis hijos y a ellos debo mantener de mi lado para que la ecuación del éxito se mantenga y pueda disfrutar de una vejez con salud y con alegría. Suena egoísta, sí, pero lo mismo deseo para mi esposa; y buscar esa meta implica que yo sea mejor, que “trabaje” como dicen los terapeutas, mis defectos y mis fobias para que no cause problemas, para que no destruya un ambiente que debe ser vibra de buenos sentimientos y ánimos siempre positivos, de gozo y benevolencia. Justo así se podría definir el amor: como gozo y benevolencia, por un lado disfrutar de ese ánimo y por el otro ser capaz de perdonar y de comprender, de ser benévolo ante el ser querido.
Treinta años son muchos o son pocos y depende de la óptica que se use para escudriñar dentro de ellos, para ver si ese recurso que llamamos tiempo fue bien empleado, o no.
En mi caso, con una mujer a mi lado generosa y benévola, de sobra inteligente y equipada con una mochila hecha de paciencia, que cabe todo y que por lo mismo ha perdonado mis excesos y mis terquedades, sólo puedo aspirar a pagar mi deuda de gratitud de una manera tal que aunque no sea fácil, si sea posible.
Esto que escribo hoy, va por ella.
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