Cultura

Verdades impopulares

LUIS M. MORALES

El atentado contra Salman Rushdie ha vuelto a poner en el centro del debate público los riesgos de ejercer sin cortapisas la libertad de expresión. Pero los policías del pensamiento no sólo recurren a la violencia física para castigar los atrevimientos de un disidente político o religioso. Su estrategia más socorrida, por lo menos en México, es hacerle temer que perderá popularidad si contraviene la ideología dominante. Cualquier persona con una tribuna pública puede calcular fácilmente qué tipo de opiniones le granjearán adeptos, y cuáles, en cambio, le costarán perder lectores o espectadores. Las redes sociales nos proporcionan hoy en día un termómetro bastante confiable de esas reacciones, y de hecho, ha surgido ya un gremio de complacientes profesionales, los influencers, que luchan con denuedo por abanderar las filias, las fobias, las modas o las causas políticas y sociales con mayor número de seguidores.

Decir lo que se piensa después de haber pensado lo que se dice debería de ser el primer mandamiento de cualquier periodista, intelectual o escritor. El afán de congraciarse con los demás es el mayor impedimento para cumplirlo. Desde luego, para opinar con libertad es indispensable guardar distancias con el poder político y el económico. Durante la dictadura del PRI, la gente que se había resignado a la monarquía sexenal hereditaria entre miembros del mismo partido no sólo leía con avidez a periodistas venales como Carlos Denegri: los admiraba por haberse colado al círculo dorado de los chingones. La vida pública se degradó a tal punto que los lectores de periódicos no esperaban ya que ningún comentarista político dijera su verdad: se limitaban a dilucidar quién le había pagado tal o cual artículo, para entrever las incidencias de la grilla cortesana.

En la actualidad, ese tipo de periodismo ha caído en el mayor descrédito, pero la polarización ideológica visceral tiende a inhibir de otro modo la libertad de expresión, cuando ejercerla significa, por ejemplo, perder lectores o enemistarse con un amplio sector del público. El porrismo cibernético desearía polarizarlo todo, pues cualquier ideología peligra cuando alguien se atreve a desmontarla y a exhibir sus grietas. Los ataques masivos de troles a sueldo pretenden dar la impresión de que un artículo o una crítica han suscitado una condena unánime, algo que puede amordazar a los vanidosos y a los débiles de carácter. Sólo puede sobreponerse a la avalancha de lodo quien tenga un recio espíritu de contradicción. Duele recibir abucheos, pero dolería el doble someterse a la coacción de los porros.

Hay un santo patrón de los ogros vilipendiados por arriesgarse a decir en público verdades impopulares: el doctor Stockmann, el protagonista de El enemigo del pueblo de Ibsen, una pieza teatral rejuvenecida por las nuevas formas de intolerancia. Químico residente en un famoso balneario noruego, Stockmann descubre en sus aguas una peligrosa bacteria y propone el cierre del balneario, provocando la ira del alcalde y de toda la gente que vive del turismo. Declarado enemigo del pueblo, odiado por su propia familia, Stockmann se aferra a su autoridad de científico pese al furor de la turbamulta que apedrea su casa y quiere lincharlo. El aislamiento radicaliza su elitismo arrogante: “Pienso dedicar todas mis fuerzas a combatir la mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón —declara—. El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad es el sufragio universal. Los estúpidos abundan por doquier, formando una mayoría aplastante, pero esa masa amorfa jamás ha pensado por cuenta propia”.

En el mundo moderno, la entereza de Stockmann se ha vuelto más necesaria que nunca, pues en ambos polos del espectro político nos enfrentamos a una oleada de imbecilidad elevada al cubo por las redes sociales. Una polémica no se puede ganar por mayoría de votos, pero eso creen los troles que le echan montón a cualquier disidente. En ese contexto viciado, la principal obligación moral de un escritor es decir lo que mucha gente aferrada a las ideas recibidas no quiere escuchar. De hecho, para los militantes dogmáticos (las “máquinas de creer” retratadas por José Revueltas) la curiosidad de conocer lo que piensa un adversario equivale a un sacrilegio. Se ha vuelto cada vez más difícil sembrar dudas en un auditorio que rechaza de antemano cualquier idea opuesta a sus creencias. Frente a esa muralla de prejuicios probablemente sirva de poco haber conservado la independencia de criterio, pues la masa no tiene elementos de juicio para evaluar reputaciones. Tampoco entenderá jamás que la deshonestidad intelectual no consiste en desafiar a la mayoría, sino en darle por su lado. Tal y como están las cosas, sólo puede ser monedita de oro quien haya traicionado su vocación.

Enrique Serna*

* Autor de El vendedor de silencio

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
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