Sociedad

Dormirán sin bochorno

Yo le pregunto, como siempre, y sé que no me responderá: “¿Pues qué le hizo a la seño, don, que prefirió irse a vivir con el menor de sus hijos y con su nuera y nietos, antes que seguir soportándolo a usted, don Vicentico?”, a quien ahora se le ve ir con su bolsa de ixtle al mercado y comprar todas las cosas del mandado, muy mermado porque ahora nomás adquiere lo necesario para una persona: él, quien se atiene a unas cuantas papas, un par de cebollas, lechuga y jitomate para la ensalada y un kilo de huevos para consumir durante la semana.

Para el par de gatos que le hacen compañía, un cuarto de pellejos o la variante de fin de semana: hígados y corazoncitos de pollo, que los felinos agradecen con fiesteros ronroneos.

Huevos nada más para el desayuno, porque para la comida don Vicentico prefiere dirigirse a la fonda y degustar sopa de fideo, arroz con huevo estrellado y el guisado del día; para bajar bocado, agua de frutas y un trocito de jalea con queso manchego como postre.

Para los gatos, adquiere una lata de atún y… felices sueños, mientras Vicentico se prepara un vaso de atole de avena y una concha de chocolate: la cena, mientras en la tele suceden las noticias del día.

Por la tarde lloviznó y hasta unos cuantos granizos cayeron: llamarada de petate que cuando menos refrescó el ambiente, lo que le permitirá dormir sin abochornarse.

En la vivienda de arriba, los chiquillos corretean buen rato hasta que, imagina Vicentillo, cenan y los mandan a dormir. El silencio se extiende y ocasionalmente lo interrumpe el motor de alguna motocicleta o disparos de pistola de alguien que impide el hurto de sus tanques de gas…

Hace apenas tres meses que Vicentillo enviudó. Tan sana se veía su domadora, doña Bere, que medio mundo se sorprendió con la  noticia. “Paro cardíaco”, diagnosticó Becerra, el médico del centro de salud que aceptó certificar la muerte de tan apreciada vecina, quien se jactaba de conocer el trasero de todo el vecindario porque, señalaba hacia el letrero que pendía a la entrada de su vivienda, “Se ponen inyecciones”.

A Vicentillo se le agrió el carácter y cuando se cruzaba con algún vecino apenas si gruñía un “buenos días”; proseguía su camino y una vez dentro de su pieza daba un portazo y encendía el televisor hasta que el himno nacional indicaba el fin de la transmisión.

—Es hora de mimir —indicaba a sus felinos; cambiaba su overol amarillo por la desteñida pijama de franela y se arrellanaba en el raído sillón, donde el sueño lo sorprendía hasta que el fresco de la noche lo convencía para meterse a la cama.

Una vez a la semana, Vicentillo coge el teléfono y marca el teléfono de su hijo sólo para preguntar, a quien conteste, por la salud de su esposa. “¿Quiere que se la pase?”, le preguntan e invariablemente se niega, porque sabe que antes de coger el teléfono ella dirá como acostumbra: “A ver, vamos a ver qué quiere ese viejo rancio y latoso, pásamelo”.

Luego de la llamada, Vicentillo se encierra con llave, cierras las ventanas, checa que esté apagada la estufa de gas y se mete a la cama. Enseguida los gatos de acurrucan a sus pies y al concluir el himno nacional todos dormirán profundamente, como si lo merecieran. 


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Emiliano Pérez Cruz
  • Emiliano Pérez Cruz
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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